Alan no necesitó concentrarse para saber lo que le pasaba a su otra parte. Enseguida sintió un vacío terrible, como si el corazón se le hubiera encogido. Como un fumador que empieza a notar los problemas respiratorios que el tabaco le provocó, o peor, como alguien que ha perdido una extremidad y, de pronto, al ver no hay nada. Alan acababa de perder una parte de su alma, para siempre quizá.
Se tomó el pecho y respiró dificultad dentro del auto. Martín lo miró con preocupación.
—Eh, ¿Estás bien? ¿Qué te pasa?
No obstante, el muchacho no le podía contestar.
Aterrizaron en el patio de la cárcel. Allí una de las chicas arrastraba a Miguel con una cadena y la otra, con la mochila de Alan en el hombro, blandía un palo de lacrosse y hacía retroceder a los soldados.
Lilit le pasó la espada templaria a Alan, la cual había pertenecido a Bruno. El joven corrió hacia el frente y ayudó a la joven contra los cinco templarios que la seguían. Pero entonces, él también sintió el dolor y cayó al suelo.
Ciro y las otras dos chicas, que tenían espadas ya que las habían robado en el ataque del hospital, se lanzaron al ataque y neutralizaron a los soldados.
El chico se acercó a su amigo preocupado y las chicas lo miraban sin entender. Lilit, que se aseguraba de que Miguel no fuera a escapar, se acercó a Alan también.
—¿Qué le pasó?
—No sé, llegó con todo, listo para matar a los templarios y de la nada se cayó y empezó a quejarse —dijo la joven con el palo de lacrosse, el miedo se hacía evidente en su voz.
—Sentí la muerte... y es horrible —articuló con dificultad.
Por consiguiente, un sector de la cárcel estalló más adelante y empezaron a escuchar el repiqueteo metálico.
—¡Nos vamos! ¡Ya mismo! —gritó Lilit.
La pelirroja agarró a Miguel de la cadena que lo rodeaba y despegó. El ángel se veía dopado, pálido y sin fuerza. Incluso sus risos dorados parecían más opacos.
La chica enganchó el palo de lacrosse a la mochila y se dispuso a ayudar a Alan. Pero Ciro, extrañado por la ausencia de una, la amiga de Alan, le preguntó:
—¿Dónde está la que falta?
—No pudo salir —respondió ella con la cabeza agacha.
Agarró la espada que Alan había soltado, se la enganchó al cinturón y después se sacó la mochila. Extendió las alas y se la colocó de nuevo, pero esta vez por adelante. Una vez lista, agarró las piernas del joven. Ciro lo tomó de los brazos y alzaron vuelo, juntos.
El Estadio Monumental se imponía frente a ellos. Dos anarquistas corrieron el portón blanco y el auto ingresó.
El estadio estaba algo arruinado. La pintura roja estaba opaca y descascarada y la blanca estaba sucia y llena de manchas, dentro ya no se jugaba fútbol hace años. En cambio, solían jugar lacrosse muy seguido.
Alan seguía colapsado en la parte de atrás y el chofer por fin detuvo el auto. Bajaron los dos anarquistas y sacaron al joven. Ingresaron por una puerta roja al edificio de al lado, se trataba de un museo. Con diferentes cuadros, copas, camisetas e imágenes, aunque faltaban la mayoría, se narraba la historia del famoso Club River Plate.
En definitiva, llegaron al restaurant del museo. Allí se había instalado una unidad médica anarquista y enseguida pusieron a Alan sobre unas mesas y llegó una doctora.
—¿Qué le pasó? —preguntó la mujer.
—No sé, de la nada empezó a gritar como si sus órganos colapsaran por dentro ―explicó Martín.
Alan tenía la mirada perdida, su pecho subía y bajaba con violencia, transpiraba demasiado y había empalidecido. Pero, de un instante a otro, se detuvo. Se quedó en silencio y su respiración se calmó.
Entonces, buscó a Martín con la mirada y aferró su antebrazo con fuerza.
—Se murió.
—¿Quién?
—El otro yo, está muerto.
—Creo que habla de su gemelo —dijo el chofer, que no sabía de la habilidad que Alan tenía para multiplicarse.
—Sí, me parece que sí —le contestó Martín sin ánimos a explicar.
—¿Entonces, no le pasa nada? —preguntó la mujer.
—No, está bien—. Ayudó a que se levantara y juntos volvieron a salir. Ahora, caminaban alrededor del exterior del estadio. —¿Querés comer algo?
—No, tengo el estómago cerrado. Y... —Se calló de pronto. En ese instante su otro clon había entrado en sí y supo todo lo que le había pasado.
Lilit, Ciro, Alan y las chicas estaban en el internado en ruinas. El castaño ya estaba más calmado.
—El otro yo está en la cancha de River con los anarquistas. Ahora somos dos nada más...
—¿Qué pasó con el tercero? —preguntó Lilit.
—El Silbón lo mató en los bosques de Palermo.
Todos se quedaron callados unos minutos.
—Bueno, vamos al Monumental con ellos —dijo Ciro.
—Vayan ustedes, yo tengo que hacer una cosa —dijo Lilit. Los jovenes extendieron sus alas y se disponían a seguir—. Pará, Alan, vos quedate conmigo.
—Okey... nos vemos allá —le expresó Ciro.
Se elevaron y se fueron a vuelo hacia el Estadio Monumental, las chicas llevaban a Miguel y Ciro la mochila con los palos. Mientras que Alan se quedó parado, empuñaba la espada templaria e intentaba contener el dolor.
—Vení —lo llamó la pelirroja desde el entrepiso.
Alan subió con dificultad por los escombros, Lilit había entrado al despacho y él la siguió.
—Abrí la caja que me olvidé la contraseña.
El joven accedió y al abrirla Lilit se puso a revolver dentro de todas las cosas que había. Entonces, por fin pareció encontrar lo que buscaba. En su mano tenía un llavero en el cual había cinco llaves.
—Touché —exclamó.
—¿Qué son?
—Llaves.
—¡¿En serio?!— Lilit asintió con la cabeza. —Ya sé que son llaves, boluda. Pero ¿Para qué?
—Las llaves del Leviatán.
—¿Ese no es un demonio?
—Ya vas a ver —le respondió mientras salía hacia el entrepiso.
Por consiguiente, Alan se dirigió a la caja para cerrarla y fue ahí cuando descubrió que la espada de Andras no estaba.
—¡Lilit! —gritó el joven para que volviera.
En unos segundos, ella se asomó por el umbral de la puerta.
—¿Qué pasó?
—Se robaron la espada de Andras.
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Los huérfanos del infierno #TWGames
ParanormaleDos años después de que Andras, el demonio de los asesinos, desaparece del internado abandonado donde se encargaba de custodiar a un grupo de jóvenes semi-demonios, uno de ellos decide salir a buscarlo. Alan, quien durante años quiso ser libre, se...