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Jamás pensó que empuñaría la espada de Andras. No necesitaba pensárselo demasiado, era un arma muy poderosa y no estaba segura consigo. Por lo que, decidió guardarla dentro de la caja fuerte.

Dejó la mochila donde la había tirado, el clon se quedó abajo con la espada templaria, en caso de que llegaran más soldados, y el otro subió.

Otra vez en el sombrío corredor del primer piso. Estaba silencioso e iluminado por la penumbra de la noche. Entró al despacho y guardó la espada en la caja fuerte, por poco y no entraba. No quería perder más tiempo ahí adentro y salió con mucha celeridad. Empezaba a creer que ese lugar lo deprimía.

Al salir al pasillo, se encontró con dos viejos amigos a los que no había visto en la visión del globo. Marta y Franco, se veían más espectrales y perdidos que nunca.

—Hola, Alan —dijo la mujer con cierto tono malvado en la voz.

—Hola, Marta —contestó el chico en un intento por imitarla.

—¿Sabías que lo único que hacía que nosotros tuviéramos que hacerles caso era que nuestras almas no podían salir de estas paredes?

—Sí, lo sabía—. Alan empezó a notar cierta tensión en la conversación y tomó un poco de distancia con disimulo. Empezaba a entrever cómo iba a terminar todo eso, pero se recordó que tenía que dejar de suponer.

—Bueno, ahora ya están derrumbadas y somos libres... de ustedes, sucias ratas—. Al terminar de murmurar lo último, que casi ni se entendió, sacó una cuchilla de cocina de entre sus vestiduras.

La aferró con ambas manos, la levantó sobre su cabeza y se lanzó al ataque antes de que Alan pudiera meditar la situación. Se hizo hacia atrás y tropezó con unos escombros. Se cayó de espaldas y con rapidez levantó una pierna que detuvo la carrera de Marta de un golpe en el estómago. La levantó todo lo que pudo y la lanzó hacia un lado.

—Te ayudaría, Marta, pero te juro que no veo nada.

—Ya sé, ciego inútil —se bufó la monja entre los escombros, cubierta de suciedad.

Alan se puso de pie enseguida y agarró la cuchilla. De todas formas, para ese momento, su clon ya estaba arriba con la espada al ristre.

Marta empujó a un Alan y descendió por la montaña de escombros que atascaba la escalera izquierda. Franco, bajó sin más por la otra.

—Nos re vimos, perro —le dijo al chico.

Después de un rato, llegó con Marta abajo. Al caminar tanteaba el suelo con su bastón plegable.

—Quiero que sepas que esto no va a quedar así. ¡Nos vamos a vengar de tanto sufrimiento! Estos dieciséis años de lamentos que viví van a ser una visita al Parque de la Costa comparado con lo que les voy a hacer sufrir —amenazó la monja.

—¡Sí! ¡De verdad! —afirmó Franco detrás de su espalda, aunque sonaba algo dubitativo.

Después de eso, salieron a toda prisa y llegaron a la calle donde esperaba el auto que habían robado en Plaza Italia. Subieron a él y se fueron. Mientras que Alan se unió a su clon y se quedó solo.

No sabía qué hacer o a dónde ir. No tenía crédito en su celular y tampoco tenía idea de dónde estarían los otros. Se quedó sentado en los escombros a esperar, entonces, le llegó una llamada de un número desconocido. Se apresuró a contestar:

—¿Hola?

—Eh, Alan ¿Estás bien? —la voz de Lilit se oía a través del parlante.

—Sí... ¿Dónde estás?

Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora