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La hermana Marta entró al comedor donde los huérfanos mantenían una discusión.

—¡Forro vos! Que te venís a hacer el líder cuando nadie te llamó... Uno. —La chica alzó un dedo para aclarar que enumeraba sus enunciados. Levantó otro más. —¡Dos! ¿Bruno mentiroso? Andate a lavar el... Hace cuánto que nos conocemos y nunca nos dijiste que te podías multiplicar, infeliz.

Los once jóvenes, chicos y chicas, estaban parados alrededor de una larga mesa en el comedor. Excepto Bruno, que estaba atado en una esquina y un hombre a su lado lo vigilaba.

—Yo no dije que quería ser el líder —acotó Alan con firmeza. —Yo digo que tenemos que buscar a uno nuevo. O mejor, a Andras.

—Él nos abandonó a todos, hasta a sus hijos. Si no volvió es porque no quiere —le contestó la misma muchacha.

—O puede ser que lo capturaron los templarios.

—Y en ese caso ya estaría muerto.

—Vos no podés saber eso.

Sólo Franco, quien vigilaba a Bruno, se percató de que Marta había entrado y no por haberla visto. Él era ciego y al igual que ella no tenía alma. Andras se las había quitado hace tiempo y ahora tenían que permanecer en el internado y ser los sirvientes de los huérfanos.

—Las probabilidades de que esté vivo son muy chiquitas—. La joven mostró el pulgar y el índice y cerró el estrecho que formaba con ambos dedos.

—Como la de Bruno —murmuró alguien entre el tumulto.

El joven se retorció en sus ataduras e intentó liberarse.

—¡Te voy a hacer mierda!

—Bueno, no importa. Yo voy a ir a buscar a Andras. Ustedes hagan lo que quieran―. Alan salió del comedor con cierto enfado y la discusión continuó.

—Entonces, nosotros vamos a conseguirnos a una mujer infernal que nos guié por el buen... el mal camino— dijo la chica.

—¿Mujer? —preguntó otro. —Nos tiene que liderar algún ícono del infierno. Un demonio mejor que Andras, alguien que nos lleve a la victoria contra los templarios.

Marta miró a Franco y si él hubiera podido verla se habrían enviado el mismo mensaje. Los dos se preguntaban si, en realidad, esa discusión sería eterna.

Alan salió del corredor hacia el hall. Marta ya lo había limpiado todo, no estaba el cadáver ni la espada y, por supuesto, ningún rastro de sangre.

—¡Marta!

La mujer llegó por el mismo camino por el que él había llegado. Traía sus viejas ropas de monja y algunos cabellos marrones y otros canosos se le escapaban bajo el velo.

—¿Si, joven?

—¿Dónde está la espada?

—En la cocina.

Alan ya se iba, pero encontró dos razones para detenerse.

—¿Y dónde está el cadáver? —interrogó a Marta que seguía parada en el mismo lugar.

—También en la cocina, lo enterraremos a la tarde.

—Ah, bueno, gracias.

El muchacho caminaba hacia la puerta que daba a la cocina y la hermana le habló.

—¿Pensás matar a alguien?— Perdió todo tono formal y anticuado, y dejó de tratarlo de usted al preguntar.

Él ni siquiera se había dado la vuelta, pero negó con la cabeza y le dijo que no con cierta gracia.

Alan entró a la cocina y escuchó a Marta una vez más.

—Espero que no me mientas.

Las cerámicas del suelo se asemejaban a un tablero de ajedrez blanco y negro. A la izquierda de la puerta seguía la mesada formando una letra "L" y acababa con dos heladeras. En frente, había una pequeña y vieja mesa de madera con dos sillas. Sobre ésta estaba el cadáver envuelto en las cortinas floreadas.

Alan fue hasta el lavabo. Se lavó la sangre de las manos mientras miraba la espada limpia a su lado. Se secó con sus pantalones, aferró la empuñadura del acero y salió.

Otra vez en el vestíbulo, escuchó que sus compañeros salían del comedor a los gritos. Si había algo que él sabía era que con ellos no podría mantener una discusión decente jamás. Comenzó a subir las escaleras con una rapidez demoniaca y entró al despacho del líder.

Era la habitación en mejor estado de todo el internado. En la pared opuesta a la puerta había un ventanal el cual, en ese momento, se encontraba tapiado. A la izquierda había un sofá bordó muy cómodo en el que solía dormir Andras. Delante del ventanal estaba el escritorio en el que no se solía hacer nada, pero lo importante era el cuadro que estaba a la derecha.

Se trataba de una hermosa pintura de Jesucristo colgado en la cruz. Alan la tomó del marco dorado y la descolgó. Detrás se encontraba una gran caja fuerte y el joven tomó el dial y comenzó a girarlo. Andras le había dejado la contraseña sólo a dos personas y Alan era el único que quedaba con vida.

Abrió la caja en la cual había algunos fajos de billetes y un silbato. Pero Alan no se quedó a observar, metió la espada dentro, cerró la caja y volvió a colgar el cuadro. Ahora sabía que ningún otro la tomaría.

Salió al entrepiso y se cruzó con Franco.

—Andá a hacer un pozo grande en el patio de atrás que tenemos que enterrar un cuerpo... Por favor —le pidió Alan.

—En seguida voy. —Franco tanteaba el suelo con un bastóny ya se dirigía hacia las escaleras.

—¡Ah! Pará, que sean dos pozos porque en las escaleras de la entrada hay otro cadáver.

Franco frunció el ceño sin entender y bajó el primer peldaño. Se preguntaba quién sería el otro muerto.





Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora