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Andras se despertó un par de minutos más tarde. Se levantó del suelo con dificultad, sentía el cuerpo adolorido. Ya no escuchaba ningún ruido, Buenos Aires estaba tranquila otra vez. La batalla había terminado y no necesitaba volver para ver que él no había ganado.

Se limitó a caminar, con mucho miedo. Se sentía débil en ese momento, a pesar de que llevaba su espada al cinturón y que, en alguna parte aunque no lo viera, su lobo lo seguía. Pero sus treinta legiones estaban muertas de todas formas y ya no tenía un ejército que luchara en su nombre. Se sentía vacío.

Después de un rato, en una esquina encontró un banco con vidrios que le permitían apreciar su reflejo. Acercó la mano con ímpetu, con la esperanza de atravesarlo. Sin embargo, sus yemas tocaron el frío cristal. Intentó otra vez y de nuevo lo mismo.

—El infierno está cerrado, son órdenes de Lucifer —dijo una voz a su espalda.

Andras se volteó con celeridad.

—¿Por qué?— Frente a él tenía a un grupo reducido de demonios, eran cinco o seis.

—Jesús será concebido otra vez, ésta misma noche.

El demonio de los asesinos sonrió a pesar de lo cohibido que estaba.

—Los pendejitos van a estar felices, van a tener dos navidades ahora...

A ninguno de los otros pareció causarle gracia su comentario.

—Conocemos un lugar donde nos podemos esconder de los templarios, al menos hasta que podamos volver al infierno.

—Bueno, los sigo.

Los demonios siguieron adelante y antes de seguirlos Andras tocó el cristal una vez más. Sellado como la entrepierna de una monja... sin otra opción, siguió a sus colegas.

Sin saberlo, Andras se dirigía al internado. En ese tiempo todavía era una escuela de monjas para señoritas.

Alan abrió los ojos, otra vez estaba en su realidad. Frente a él, sentado en una silla, estaba Andras.

Tardó unos segundos en asimilarlo. Tenía el cabello muchísimo más corto y entre el negro oscuro se entrelazaban algunas mechas castañas. Además, su pálido rostro estaba cubierto por el clásico antifaz de cuervo.

—Hola, Alan —saludó con una sonrisa.

El joven hizo un esfuerzo sobrehumano para formular una palabra.

—A...A...Andras.

—Ajá.

El demonio vestía ropa negra y bastante suelta, como él o como cualquier otro anarquista que se cruzara por el predio deportivo.

—¿Vos dejaste estos globos?— Él asintió.

—Recién terminaste de ver lo que considero... El peor error de mi vida.

—¿Qué cosa? ¿Haber ido al internado?

Él volvió a sonreír. Su sonrisa lo sumergió por unos segundos en los recuerdos de su infancia, era él, Andras.

—No, nene. Haber dejado vivir a ese templario fue el peor error de mi vida.

—Ah...— Alan fue quien sonrió ahora.

Andras se levantó de la silla y se acercó a él. En su cinturón llevaba su espada negra, larga y puntiaguda. Alargó los dedos de una mano hasta que fueron garras y pinchó el globo al lado de Alan. Sin quererlo, el joven se vio sumido otra vez en un profundo recuerdo.

Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora