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Algunos huérfanos estaban congregados bajo la sombra de un árbol en el patio trasero. Entre ellos Bruno, que no paraba de dirigirle miradas a Alan con picardía.

Frente a ellos y al lado del árbol había dos pozos cavados con el tamaño y profundidad justos para un ser humano. Un cuerpo esperaba envuelto en cortinas floreadas al lado de su respectiva tumba, pero el otro no estaba.

El hombre ciego llegó a través del jardín. Golpeaba el suelo y toda superficie con su bastón y gracias a su olfato llegó al lado de Alan.

—El cuerpo no está donde dijiste. Pero lo puedo oler y sé que está adentro del internado —susurró a su oído.

—Bueno, no importa. Enterrá éste y después buscamos el otro.

Franco dobló su bastón hasta que pudo guardarlo en el bolsillo. Caminó entre los huérfanos impacientes y llegó al cadáver. Lo tiró dentro del pozo con una patada y mantuvo unos segundos de silencio junto con el resto del grupo.

—¿Alguien quiere decir unas palabras? —preguntó Franco.

—Yo. —Bruno levantó la mano y se puso al frente. Se tomó un tiempo para quitar la sonrisa de su rostro y se aclaró la garganta antes de empezar a hablar.

Alan no se quedó a escuchar. Entró al internado dispuesto a encontrar al cadáver del templario.

El edificio tenía una atmósfera más silenciosa y fría que muchas otras veces. Las paredes bordó se veían más oscuras y los detalles en madera más viejos y rasgados.

Alan fue al pie de las escaleras a su derecha y se sentó. Miraba la luz que entraba entre los tablones que cubrían las ventanas a los lados de la puerta principal. En ella se podía apreciar el polvo que se movía en el aire, un ejército de partículas que no tenían control sobre sus movimientos.

Fue después de un rato cuando comenzó a oler algo para nada común. Era seco, fuerte, y delicioso a la vez. Un olor que Alan ya conocía y le recordaba a la muerte. Una esencia atrapante que lo llamaba a sentirla. Llevó la mano a su bolsillo y se dio cuenta de que le faltaba algo; sus cigarrillos.

Se levantó con brusquedad y olisqueó en busca del cigarro, pero él no tenía el olfato de un ciego.

—Vos también lo oliste ¿No? —dijo Franco detrás de él.

—¿Dónde está?

—En el cuarto de Marta.

Alan se lanzó a correr hacia la habitación y el ciego lo siguió a paso lento mientras tanteaba el suelo con su varilla. Al final, llegaron al corredor que daba a las habitaciones de los sirvientes, la de Franco y la de Marta.

El cuarto de la monja era el primero. Antes de intentar entrar, el joven asomó el oído para escuchar. "Dale, fumá, fumá" decía la voz de una chica. Alan aferró el picaporte circular y lo giró, sin embargo, la puerta no abría. Volvió a girar y empujó con su hombro.

El golpe alertó a quienes estaban adentro.

—¿Quién es? —preguntó la misma voz desde el otro lado.

Alan no iba a responder. Tomaba carrera para embestir a la puerta y cuando la pared de enfrente ya no lo dejó retroceder, se abalanzó con fuerza. No le hizo ni el más mínimo daño y el golpe lo dejó atontado en el suelo.

Entonces, escuchó la cerradura al abrirse. No pudo ver nada adentro pero una de las huérfanas salió, lo tomó de su camiseta y lo arrastró hacia un costado. Franco intentó detenerla pero otra más salió de la habitación y lo tiró al piso de una patada.

—¡Andate! —exigió la joven. Y por más que Franco hubiera querido ayudar a Alan, tenía que obedecer las órdenes de los huérfanos.

La otra muchacha cacheteaba a Alan en el suelo y él estaba tan atontado que no hacía nada para pararla. Pero después de unos golpes empezó a salirle humo por la nariz. Ella se la tapó con la esperanza de que no siguiera. Sabía que estaba a punto de multiplicarse y de todas formas el gas salió por su boca y los dos cuerpos se solidificaron más rápido.

Uno agarró a la chica y el otro comenzó a golpearla. En el estómago y el rostro. Alan se levantó del suelo y la otra huérfana se lanzaba hacia él. Sus manos se ennegrecieron y sus dedos se extendieron hasta formar garras, ella las tenía igual. Sin embargo, él fue más rápido. Le rasgó el pecho y la joven se cubrió con las manos y se dio la vuelta. Entonces le llegó el segundo golpe que fue a la zona lumbar. Las garras de Alan quedaron marcadas en su cuerpo y ella cayó.

La otra muchacha se desplomó después de tantos golpes y entonces los clones se deshicieron en humo que volvió a entrar al cuerpo de Alan por las vías respiratorias. Volvió a sentirse completo, pero ese humo no era como el de sus cigarros.

Entró a la habitación de Marta justo a tiempo cuando ella aspiraba del cigarrillo. Pero no lo hacía por voluntad propia. Estaba sentada en una cama junto a otra chica. Sostenía a la monja de la nuca con las garras negras de una mano y con las de la otra acariciaba su cuello. Pero Marta era inmortal y si lo hacía no era por temor a la muerte.

Entonces, el humo del cigarrillo salió de sus pulmones y danzó por la habitación. La chica se levantó sin soltar a la mujer y se extendió para poder aspirar de la fumarada. Alan también se acercó y aspiró, por consecuencia, todo su mundo se nubló.

Estaba a punto de vislumbrar lo que la mente de Marta quería mostrarles.



Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora