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Alan agitó los brazos para no ahogarse en la confusión y logró sacar la cabeza de esas turbulentas aguas para preguntar:

—¿Qué pasó?

—Ehm... —balbuceó en un intento de comenzar a explicarle.

—No, pará, no me cuentes. Quiero ver—. Alan hurgó en sus bolsillos y sacó su paquete de cigarrillos. Los miró y, por desgracia, sólo le quedaban tres.

Le pasó uno al muchacho y éste lo agarró.

—¿Para qué?

—¿Tu papá no te lo enseñó?— Negó con la cabeza, su expresión era tierna e inocente. Era curioso que fuera hijo del demonio de los asesinos y era aún más extraño que fuera hermano de Bruno.

—Mirá, cuando vos largás el humo del cigarro y yo lo huelo, puedo ver lo que pensabas mientras lo fumabas. Así que, quiero que rememores lo que le pasó a Andras y me lo muestres.

—Yo nunca fumé.

—Siempre hay una primera vez.

Alan le agarró el cigarro y se lo metió en la boca. Entonces, sacó el encendedor del bolsillo y se lo encendió.

—Aspirá un poquito, y llevá el humo con aire. Que baje hasta que lo sientas bailar entre tus pulmones.

El muchacho siguió sus instrucciones y acabó por largar todo junto con una fuerte tos.

—Esto es horrible—. Se sentó en la cama escupió en el piso. Alan se sentó a su lado.

—Dale, otra vez.

El joven bajó el humo y se lo guardó un instante mientras sacaba los recuerdos para que salieran junto con toda la fumarada. Alan sonrió complacido y se inclinó hacia adelante para aspirarlo todo por la nariz. Entonces, vio lo que los ojos del chico habían visto.

Estaban en una pequeña casa rodeada de árboles. Las paredes blancas y viejas, con algunas manchas de humedad. No se escuchaban ruidos de la civilización, parecía una finca llena de vida y bastante lejos de la Ciudad de Buenos Aires, o del conurbano incluso. Quizá se tratara de algún lugar cerca de Zárate. De todas formas, Alan no lo reconocía ni reconocería ese lugar.

Dos soldados templarios se llevaban al muchacho, cada uno agarraba un brazo y lo sacaban de la casa. Antes de salir vislumbró a Andras de rodillas en la sala de estar de esa casita. Un par de soldados se habían quedado adentro junto con un hombre alto y vestido de negro.

El joven no pudo ver más, pero sí recordó ese terrible olor a podrido, el peor que había olido alguna vez. Los templarios lo subieron a un auto y lo último que escuchó fueron los gritos de terror de Andras.

Alan volvió en sí estremecido hasta el último ápice puesto que jamás había escuchado a su mentor sufrir de tal manera. Se preguntó qué tan fuertes serían los templarios para provocar esas cosas. Pero en seguida recordó en dónde estaba y con quién. Miró al muchacho y se lo notaba triste y aún sostenía el cigarro en la mano. Alan se sintió culpable por haber hecho que le mostrara eso.

—Eh... Perdoname. No tendría que haberte obligado a que me mostraras eso.

—Está bien, no importa—. Alan se quedó en silencio un rato, sin saber qué decir. Tampoco sabía si de verdad estaba bien, tenía un sabor amargo en la boca. Le sacó el cigarrillo de las manos y dio una pitada.

—¿Cómo te llamás? —preguntó y después de hablar largó el humo.

—Ciro —respondió el chico más animado.

—Yo, Alan—. Terminó de fumar y tiró la colilla por la única ventana del cuarto. —Así que... ¿Los templarios te obligaron a venir acá?

—Ajá.

—Yo vivo en un internado también. Tu papá solía enseñarnos a pelear, a defendernos.

—¿A vos y a quienes más? —indagó con curiosidad.

—A los demás huérfanos. Somos todos hijos de demonios, pero con madres humanas. Los dos padres de cada uno están muertos y ahí sobrevivimos, es seguro. Los templarios no entran...— Una chispa encendió una idea en su cerebro. —¿Querés venir conmigo?

—Yo... no sé.

—¿Por qué no sabes? Acá no hay nada por lo que debas quedarte. No sé cómo no te mataron todavía.

—Es que... Va a ser peligroso y complicado. Mañana el equipo de lacrosse va a salir para jugar un partido en otra escuela, es para el campeonato. Yo estoy en el equipo, pero siempre que salgo tengo un templario personal que me sigue a todas partes. Creo que esa es nuestra mejor oportunidad. Podríamos correr, escondernos y después volar hasta ese internado.

—No, pará. ¿Volar? Yo no puedo hacer eso. Pero tengo otra idea...— El chico iba a hablar pero Alan le tapó la boca para seguir. —Pero pará, otra cosa ¿qué es lacrosse?

—Es un deporte, no era muy conocido pero en las últimas décadas hizo ¡Boom! Y explotó por toda la Argentina. Podría explicarte ahora, podría fumar y mostrarte, o podrías esperar hasta mañana y verlo vos mismo.

Alan se llevó la mano al bolsillo, como si fuera a sacar los cigarros. La expresión de Ciro tomó seriedad pero después el otro joven empezó a sonreír y ambos rieron.

—Voy a esperar a mañana —dijo con una sonrisa.

Alan sentía que ese chico era como un amigo de toda la vida. A pesar de que lo acababa de conocer, le caía muchísimo mejor que otras personas.

—Bueno, ¿ahora puedo irme a dormir?

El joven se levantó y se pasó a la cama contigua. Corrió las frazadas y sabanas, y se acostó. Ciro, ahora con la cama libre, también se recostó y apagó la luz del velador.

En la oscuridad y el silencio de la habitación, Alan habló.

—Che, Ciro ¿Cuántos años tenés?

—Catorce.

—Ah... yo dieciséis.

—Dejame dormir, Alan.

Entonces, con lentitud, el sueño les bajó los párpados y ambos se durmieron.

Afuera, en el patio de la escuela, el otro Alan volvió con Franco. Consciente de todo lo que pasó, le contó al ciego y decidieron dormir en el auto hasta que el equipo de lacrosse fuera al partido al otro día.

A pesar de que Andras estaba muerto, Alan no podía estar del todo triste, porque esa noche hizo un nuevo y verdadero amigo.





Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora