El gran internado abandonado se imponía ante él. La calle iba en bajada y el edificio llegaba hasta la esquina. Estaba rodeado por un muro, que se iba más abajo a medida que la calle también lo hacía, y arriba comenzaba un enrejado negro, oxidado y bastante despintado.
Alan se lanzó con el hombro hacia la puerta y logró mover las bisagras corroídas. Subió las escaleras que llegaban hasta la puerta principal del internado. El frente de la construcción había sido cubierto por grafitis y a la derecha de éste los jardines necesitaban podado y daban lugar a la mala hierba.
Estaba por adentrarse en el follaje para llegar al patio trasero y así podría entrar sin que lo vieran, pero todas sus sospechas se confirmaron. Bruno, otro de los huérfanos del internado, aterrizó en el jardín con sus alas demoniacas enredadas. Segundos después, tres templarios con vestimenta de civil aparecieron del otro lado del portón de reja.
Sin dilación, un caballero entró y corrió hacia Alan. Pero sus compañeros le gritaron que parara y se detuvo a mitad de las escaleras.
—Es terreno maldito. Dios no nos protegerá si estamos adentro —le advirtió uno de los hombres que estaba afuera. Sus palabras tenían una esencia terrorífica, denotaban que de verdad sería horrible estar ahí adentro.
El templario captó la seriedad y el miedo en su compañero, pero no alcanzó a recular ni siquiera un paso. Bruno llegó desde el jardín y le cortó la cabeza con una espada plateada. El cuerpo cayó y la sangre bajaba por los escalones como una pequeña cascada. Los otros dos se fueron sin nada más que hacer, llenos de ira e impotencia.
Bruno entornó la espada hacia Alan con rapidez. La filosa punta estaba tan cerca de su cuello que parecía sentir su calor, el de la sangre que chorreaba.
—No me sigas, Alan —dijo Bruno. Levantó la espada un poco y golpeó el mentón del otro joven con la cara de la hoja. Sonrió con picardía y se adentró por el jardín.
Sin embargo, él lo siguió. Ya lo había perdido de vista, puesto que las ligustrinas, los rosales y además las grandes malezas hacían parecer al jardín como un laberinto. Alan se detuvo frente a una fuente con la estatua de un ángel. El estar quieto le permitió escuchar el movimiento de los yuyos detrás de sí. Se tiró al suelo a tiempo justo cuando Bruno lanzó un espadazo desde atrás. El ruido le recordó a cuando se cayó la colección de porcelana de la hermana Marta. Alan giró y se puso de pie, pero otra estocada ya le llegaba y esta vez no pudo esquivarla.
Se cayó al piso, apoyado en el torso cortado de la estatua y con ambas manos ejercía presión en su abdomen. Bruno no perdió más tiempo en él y desplegó sus alas negras. Se alzaron con lentitud y bajaron con violencia. Se elevó hasta una de las ventanas del segundo piso y entró al internado. A la vez que Alan intentaba no desangrarse.
Bruno estaba en su habitación. Era bastante simple, tenía una cama marinera, un armario y un escritorio. Las paredes amarillas estaban despintadas y con manchas de humedad. Además, todas las ventanas estaban tapiadas con maderas excepto por la que Bruno había entrado.
Sus alas se escondieron bajo sus omoplatos y salió del dormitorio hacia el pasillo. Éste tenía otras puertas que daban a otras habitaciones. Bruno caminó y arrastró la espada hasta llegar al entrepiso. A ambos lados bajaban los peldaños hasta el recibidor y en la pared contigua, en medio de ambas escaleras, estaba la puerta doble que daba al despacho del líder.
El líder era Andras hasta que hace unos años se fue y dejó a cargo a uno de sus hijos. Pero Andras también era el padre de Bruno y él lo odiaba por no haberlo dejado a cargo. Asimismo, odiaba a su hermano por tener lo que él quería.
Bruno pateó las puertas del despacho y abrió ambas a tope. Su hermano no alcanzó siquiera a preguntarle qué le pasaba. Le lanzó una estocada y el otro tuvo que tirarse para esquivarla. Aunque, con la misma velocidad que cayó se levantó y sus garras se alargaron y ennegrecieron. Su hermano se lanzó contra él y aferró sus manos al mango de la hoja.
Los dos forcejeaban por la espada y vociferaban quejidos e insultos. Ninguno necesitaba preguntar nada ya que ambos sabían que siempre se habían odiado y que Bruno siempre había querido tener el control. El forcejeo los llevó de nuevo al entrepiso, en el recibidor, Alan vio la pelea y comenzó a subir las escaleras. Estaba sano y limpio, parecía que jamás había recibido una estocada en el abdomen. Pero antes de que llegara, Bruno empujó a su hermano contra la baranda del entrepiso y como el otro advirtió que se iba a caer lo tomó de la remera. Ambos cayeron al vestíbulo y se escuchó el crujir de la madera vieja.
El otro joven se detuvo a mitad de camino y empezó a bajar las escaleras. Bruno ya estaba de pie y aún tenía la espada en su poder. Su hermano no alcanzó a levantarse, a girar, a nada. El acero se le clavó en medio del pecho.
Alan embistió a Bruno, lo tiró contra el suelo y la espada cayó lejos. Lo empezó a golpear sin parar y algunos otros internos empezaron a llegar. Detrás de los jóvenes que peleaban, el líder se desangraba y cuando Alan recordó eso empezó a salirle humo por la nariz. Cualquiera habría pensado que estaba muy enojado, pero cuando el gas empezó a concentrarse y tomar forma, se volvía evidente que no se trataba de eso.
Él tenía la habilidad de dividirse y otro Alan idéntico se formó a partir del humo. Éste se quitó la remera de inmediato y se lanzó sobre el líder. Puso la prenda en la herida y presionó, tenía que parar el sangrado a toda costa.
Todos los huérfanos del internado veían lo que pasaba, impactados hasta el último ápice. Un Alan golpeaba a Bruno, otro intentaba salvar al líder y para su sorpresa, un tercero entró por la puerta principal. Caminaba a duras penas y tenía el rostro con tierra y el abdomen ensangrentado.
El líder ya estaba muerto y Alan no tardó en darse cuenta de que no había más nada que hacer. El del abdomen sangrante se desplomó en el suelo. Empezó a largar humo por la nariz y se disolvía. El otro continuaba con la golpiza.
El Alan sin remera corrió hasta el que se desintegraba. Acercó su rostro al de él y tapó una fosa de su nariz. Entonces, empezó a aspirar todo el humo y con cierta celeridad el que emitía el gas se disolvió y ambos fueron uno. El golpeador paró y el restante llegó a su lado. Repitieron el mismo proceso y ellos también se volvieron uno solo.
Alan estaba completo y miró a su alrededor, todos los ojos estaban clavados en él. Pero en ese instante, Bruno comenzó a reírse y con el rostro machacado a golpes vociferó:
—¡Ahora somos libres!
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Los huérfanos del infierno #TWGames
ParanormalDos años después de que Andras, el demonio de los asesinos, desaparece del internado abandonado donde se encargaba de custodiar a un grupo de jóvenes semi-demonios, uno de ellos decide salir a buscarlo. Alan, quien durante años quiso ser libre, se...