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Alan terminó su segundo cigarro y decidió volver al auto. Se había excedido, su regla era no más de un cigarrillo por día. No quería padecer nada de lo que advertían las fotos en los paquetes. Sin embargo, temía que llegara el momento en el que necesitara más y el placer que le producía el sonido de la bolilla de menta al estallar lo hacía pensar que no faltaba mucho.

Franco lo esperaba adentro y cuando escuchó la puerta cerrarse, encendió el auto. Se alejaron del hospital y Alan sintió que parte de él se había quedado ahí, o al menos, quería quedarse.

Con el frío otoñal que hacía el aire entraba con furia por el vidrio roto. A Franco no le molestaba y, además, eso le servía para poder percibir el olor de Andras. Pero Alan sólo tenía un suéter y una campera fina, la garganta se le helaba y se le ponía la piel de gallina. Esperaba no tener tos más adelante.

Intentó pensar que tenía mucho calor y se concentró en darle instrucciones a Franco. Después de una hora a velocidad moderada el auto se detuvo.

—¿Llegamos?

—Creo que nos quedamos sin nafta.

—La puta madre...

Pero, entonces, Franco se rió.

—Es mentira, sí, ya llegamos.

—Pelotudo —le dijo y se bajó.

El ciego llegó a su lado un poco después.

—Tiene que estar ahí—. Levantó la mano para señalar y Alan siguió la dirección con la mirada.

Era un internado-escuela de educación secundaria y de religión católica. El joven sólo pudo avistar dos opciones: Andras había comenzado el curso para ser sacerdote o estaba encadenado en el sótano.

Era un edificio de dos pisos. Tenía muros con ladrillos carcomidos y un enrejado alto y verde que dejaba ver el interior del patio.

—Quedate acá, voy a ver.

Alan se acercó con cuidado a la reja, a pesar de que era tarde quizá todavía había alguien por ahí. Se asomó y pudo confirmar que todos estaban en la cama, entonces, se decidió a entrar. Pero antes volvió con Franco.

—Voy a entrar, sino salí en dos horas entrá y rescatame.

—Bueno.

Volvió a la reja con más tranquilidad, él estaba obligado por causas mayores a hacer lo que cada huérfano le pidiera y era inmortal ¿Cuáles eran las probabilidades de que no pudiera rescatarlo de una escuela católica? Esperaba que pocas. Intentó meter la cabeza lo más que pudo entre dos barrotes y el gas empezó a salir por su nariz.

Un Alan se formó del otro lado de la reja y se unió al que estaba afuera. Una vez dentro se volvió a dividir y los tres Alan's se separaron para registrar toda la escuela. Por desgracia, la clonación no funcionaba con la espada y sólo uno estaba armado. De todas formas, sabían usar las garras demoniacas.

Un clon para cada piso. En la planta baja, sólo se encontró con salones de clase y oficinas administrativas vacías. Además, para su mala suerte, resultó que no había sótano. En el primer piso, más salones vacíos, un comedor y otros baños. Y en la última planta, Alan se encontró con habitaciones en las que decenas de jóvenes dormían y, también en otras, algunas monjas que de seguro eran del personal administrativo.

Las otras dos partes se unieron y ese único Alan esperó abajo. De seguro Andras tenía que estar en una de esas habitaciones del último piso, entonces el otro clon iba a buscarlo. Si era necesario iba a entrar, encender las luces y revisar a cada uno en todos los cuartos.

Se dirigía a la primera habitación cuando una monja apareció a sus espaldas y lo tomó del brazo.

—¡¿Qué haces afuera de la cama a esta hora?! —espetó con voz somnolienta y, a pesar de eso, muy histérica.

—Yo... quería ver las estrellas y rezarle a mi padre —intentó ser lo más casual que pudo, y agradeció que esa mujer lo confundiera con un estudiante. Para su suerte, el otro Alan llevaba la espada.

—Estas no son horas para rezar. Ya mismo te vas a la cama—. Empezó a tirarle del brazo y lo arrastró hasta una habitación.

La monja iba a girar el picaporte y se encontró con que la puerta estaba cerrada con llave.

—¿Cómo saliste? —preguntó sorprendida.

—Obra del Espíritu Santo —dijo Alan mientras alzaba los hombros.

La mujer sacó un manojo de llaves y abrió la puerta. Lo metió adentro y cerró otra vez.

En la oscuridad, Alan pudo vislumbrar dos cuchetas, o sea, lugar para cuatro personas. Pero, para su sorpresa, vio algo moverse y ¡click! Un velador se encendió y Alan se encontró con la mirada de un joven sorprendido. Era el único en el cuarto, su cabello era algo largo y muy negro, su piel pálida y sus ojos grises.

—¿Quién sos? —preguntó el muchacho.

Alan empezó a olfatear. Si bien no tenía le olfato de un ciego por causas infernales, tampoco estaba tan mal. Además, a tan corta distancia tenía más puntos a su favor. A sus fosas nasales llegó ese olor tan familiar, el que tenían los huérfanos en el internado, el que él mismo tenía, se trataba del olor a demonio. El olor de ese joven era mucho más fuerte que el de cualquiera, y quizá sería porque, a diferencia de los huérfanos que tenían sangre humana en sus sistemas, era un diablo completo.

—¿Andras? —preguntó sin importarle la pregunta que le habían hecho.

El muchacho se sentó en la cama, estaba aludido. Frunció el ceño y tardó unos segundos en responder.

—No... Andras está muerto. Yo soy su hijo.

Alan sintió esas palabras como si hubieran sido un baldazo de agua que lo empujó y lo hizo caer en un torbellino de confusión.



Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora