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Alan se levantó deprisa y tomó su espada. Se giró a tiempo para verse frente a frente contra el templario. Al parecer, rondaban seguido las ruinas del internado.

El soldado lanzó un sablazo de costado que Alan apenas pudo parar con su espada. Antes de que pudiera hacer un contraataque rápido lo volvió a atacar. Esta vez, con la cara de su hoja le asestó un golpe en el brazo que hizo que soltara su espada. Su enemigo, llevó el brazo hacia atrás dispuesto a clavarle la espada en el abdomen.

Ciro se levantó con agilidad e hizo a Alan a un lado. Sacó las garras y se las clavó en el cuello al momento en el que el templario le atinaba un golpe en el rostro con la empuñadura. Ciro cayó y al mismo tiempo le desgarró la garganta.

—Vámonos —le dijo a Alan que acababa de levantar su espada.

Salieron a lo que había sido el entrepiso, mientras el semi-demonio ayudaba a su amigo a caminar. Una vez allí, Ciro extendió sus alas y agarró a Alan con las pocas fuerzas que le quedaban.

Volaron unas cuadras hasta que las alas empezaron a flaquearle y tuvieron que hacer un aterrizaje forzoso. Caminaron el resto del camino hacia la cárcel abandonada.

Entraron a duras penas por la ventana sin rejas. Una vez adentro Alan lo guió entre corredores hasta llegar al pabellón donde Lilit se refugiaba con sus seguidoras.

Al parecer, todas dormían. Por lo que, recorrieron las celdas para encontrar alguna vacía y entonces, se detuvieron al ver la del ángel. Miguel yacía en el suelo, encadenado, inconsciente y lleno de rasguños de las muchachas.

—Él perdió el apoyo de Dios, por eso está tan débil —dijo la voz de una chica a sus espaldas.

—¿Qué hizo? —preguntó Alan y se dio la vuelta.

Su amiga semi-demonio, quien le había pedido su número, estaba ahí, despierta.

—No sé, Lilit no me contó eso. Pero supongo que algo grave, como para que Dios lo abandonara acá, con nosotras.

—¿Y qué le van a hacer? —interrogó ahora Ciro.

La chica, con simpleza, alzó los hombros.

—Aquella está vacía—. Les indicó con el dedo que celda era.

—Gracias —dijo uno.

—Buenas noches —respondió ella.

Llegaron a la celda, mientras todavía era de noche, Alan se recostó en la cama de abajo y Ciro en la de arriba. Para su sorpresa, todavía tenían viejos y andrajosos colchones, pero estaba tan cansado que ni siquiera se fijó en eso.

Alan le echó un vistazo a su teléfono. Eran las seis de la mañana y le quedaba el sesenta por ciento de batería.

—Ya son las seis.

—Y pensar que ayer nos levantamos como a las diez para ir a un partido de lacrosse.

—Me quedé con las ganas de jugar ―confesó Alan.

—Ya vamos a jugar un día de estos...

Poco después los se quedaron dormidos en la fría celda, apenas iluminada por ese naranja espectral que entraba por la ventanilla.

Alan se despertó por los gritos de Miguel. Ya era de día y la luz matutina se colaba dentro del pabellón por todas partes.

Se levantó y miró la cama de arriba para comprobar que Ciro ya no estaba. Se dirigió al lavabo que había a un lado y se mojó el pelo y la cara. Entonces, salió de la celda para encontrarse con Lilit, Ciro y el resto de las chicas, todos sentados en el suelo, desayunaban.

Todavía estaba con el torso desnudo, cuando siguieron a Astarot había salido sólo con su camiseta de mangas largas que ahora cubría la herida de su amigo. Su mochila con la ropa y el resto de sus cosas todavía estaba en la escuela. Ciro también tenía el torso desnudo ya que el Silbón le había rasgado su camiseta.

Alan se les unió, pudo ver que los cortes de su amigo, en las piernas y el torso, ya casi habían curado. Ciro les contaba al resto todo lo que les había pasado en el infierno cuando una chica le pasó una taza con un saco de té adentro. Otra, con una pava, le echó agua caliente dentro. Una tercera le alcanzó el azúcar y Alan se encargó del resto.

Desayunaron mientras el joven hijo de Andras y de Lilit les narraba su pelea con Bruno y su encuentro con el Silbón, el cual ahora estaba suelto en los bosques de Palermo.

Después de desayunar, Lilit salió y al cabo de un rato volvió con ropa para los dos. Era nueva, pero no parecía que la hubiera comprado. Les había traído incluso hasta ropa interior, toallas y zapatillas. Así que, caminaron por algunos corredores hasta llegar a las duchas, que por suerte, funcionaban. Pero claro, sólo agua fría. Se bañaron rápido, porque el otoño argentino no era duro, sin embargo, el frío se sentía igual.

Tenían un jean negro para cada uno, una camiseta de mangas largas y un suéter de lana, rojo para Ciro y azul para Alan. Volvían por los corredores, arreglados, limpios y con mejor cara. Un pequeño descanso para reponerse era justo lo que necesitaban.

—Hay algo que todavía no entiendo —dijo Alan.

—Decime.

—Si Lilit es tu mamá ¿Por qué te dejó adentro de la escuela católica esa?

Ciro sonrió, quizá a causa de los nervios.

—Ella sabe algunas cosas, y sabía que si me quedaba ahí vos ibas a encontrarme. Y también sabía que de alguna forma u otra vos me ibas a llevar con ella. Y así fue, lo que dudo que ella haya sabido es que terminaríamos por ser buenos amigos.

Fua... —balbuceó algo sorprendido.

Volvieron al pabellón con Lilit y las chicas. La pelirroja estaba en la celda junto con Miguel. Él gritaba mientras ella le susurraba cosas al oído y le besaba la oreja.

Los chicos siguieron sin más. A Ciro lo llamó una de las chicas y él se fue con ella. Mientras tanto, Alan fue a buscar su celular que lo había dejado sobre la cama.

Tenía dos llamadas perdidas y el cuarenta y cinco por ciento de batería. Antes de que pudiera ver de quién se trataba, lo volvieron a llamar.

Atendió con rapidez, era Bruno.

—¿Hola? ¿Alan?

—Sí, ¿Cómo estás asesino de mierda?

Bruno río un poco antes de volver a hablar.

—Bien... bien... Pasame con Ciro, por favor.

Alan no quería, pero lo hizo de todas formas. Salió, buscó a su amigo y le dio el teléfono.

La chica con la que Ciro estaba se fue y los dejó solos. La expresión del joven variaba a medida que hablaba por teléfono. Hablaron durante un rato y Alan no podía descifrar la otra mitad de la conversación. Así que, cuando Ciro cortó le preguntó:

—¿Qué dijo?

—Ah... Me pidió perdón por querer asesinarme y dijo que quiere almorzar con nosotros.

—Tenía esperanzas en que se hubiera quedado encerrado en la niebla... Pero bueno—. Ciro sonrió con un deje de tristeza. —¿Lo perdonaste?

—Sí, creo que sí. Después de todo, es mi hermano.

—¿Y por eso estás triste?

—No estoy triste, nada más que... Esperaba algo mejor. Pero bueno...


Alan no se sentía muy tranquilo al salir sin la espada, pero era pleno día y la gente lo iba a mirar raro. Así que, prefirió dejarla, después de todo, todavía sabía usar sus garras.

Salieron de la cárcel y fueron al restaurante donde Bruno los había citado.


Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora