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Franco entró al baño poco antes de que Alan comenzara a ponerse morado. Aunque no lo veía, olía la muerte que empezaba a aflorar por sus poros. Caminó con lentitud y a la vez golpeaba el suelo con su bastón plegable. Continuó hasta que se topó con Alan. Se agachó para tocar su rostro y pudo sentir la bolsa. Entonces, la rasgó con fuerza y el joven pudo respirar.

El ciego le dio golpecitos en el cachete en un intento por despertarlo, pero no hubo respuesta. Tenía que sacarlo de ahí pero también había descubierto que su cabeza sangraba y no podía ver qué tan malo era. Volvió a salir del baño, ahora con más prisa y llamó a Marta a los gritos.

Los dos volvieron y cuando la monja le aseguró que podían moverlo, lo levantaron y lo llevaron como a los soldados heridos, con un brazo que rodeaba a cada uno. Franco caminaba con mucho cuidado ya que no llevaba su bastón. Pero después de un rato lograron salir del baño y quedaron a la vista en el entrepiso. Entonces, en ese momento, Lilit entró al internado por la puerta principal, cargaba con muchas bolsas de compras y al alzar la vista sus ojos se clavaron en Alan con su cuerpo cubierto nada más por una toalla.

—¡Dios mío! ¿Qué pasó? —exclamó desde el hall. Dejó las bolsas en el suelo y subió las escaleras con celeridad.

—No sabemos. Pero lo encontré en el baño y una bolsa lo asfixiaba —Franco se quedó callado con tristeza. —Y tiene una herida en la cabeza —agregó después de un rato.

—Hay que llevarlo a su habitación, y no lo dejemos solo. No sabemos si Bruno va a volver a hacerle algo, digo... quién sea que lo haya hecho.

Franco y Marta sonrieron, ellos también creían que Bruno era el responsable. Llevaron a Alan hasta su cuarto y Lilit los acompañó. Lo dejaron en su cama los tres se quedaron parados en silencio, hasta que la monja habló:

—Voy a buscar la ropa que dejó en el baño.

—Y por favor, ¿Podrías llevarles las bolsas a las chicas y decirles que se repartan el contenido? —le pidió Lilit antes de que saliera.

Marta asintió y salió de la habitación. El silencio continuó, los dos se quedaron a la espera de que despertara.

La hermana volvió un rato después y Alan despertaba.

—Me duele la cabeza.

—Te golpearon bien duro. Por lo que vi, fue con un tubo de las cortinas... Viste, la de las duchas —le informó Marta que sostenía la ropa del joven en sus manos. Se la dejó al pie de la cama y se volvió a alejar.

—Fue Bruno.

—Lo sabemos —dijo Lilit.

Alan la miró de reojo, le sorprendía que estuviera ahí.

—¿Te podés levantar? —preguntó Franco.

—Sí, les voy a pedir que salgan para que me pueda cambiar.

Todos salieron de la habitación pero esperaron afuera. Después de unos minutos, Alan salió.

—¿Te sentís bien? —preguntó Lilit.

—Sí —contestó él, a pesar de que le dolía la cabeza, las costillas y el estómago, demasiado. Y aunque ellos estaban con él, se sentía más solo que nunca.

La pelirroja hizo una mueca, estaba algo inconforme con su respuesta.

—Bueno, tengo que ir a ver a mis chicas. Nosotros nos curamos rápido, y tu mitad demonio va a hacerlo.

Lilit se retiró y Alan se quedó parado mientras pensaba qué tanto sabía ella de los huérfanos.

—Bueno. Franco, ahora que estamos solos te voy a decir que esta misma noche vamos a salir, y vamos a buscar a Andras.

—Pero...

—Sin peros. Sos nuestro esclavo para toda la eternidad ¿Te acordás?

—Sí, me acuerdo... —Franco se alejó con mal humor. Estaba claro que no quería y Alan no se sentía del todo bien al obligarlo, pero no podía encontrar a Andras sin él.

Entró a su cuarto de nuevo y cerró la puerta con el pasador. Empezó a preparar su mochila y vio su almohada manchada con sangre. Entonces, se dio cuenta de que ya no le dolía tanto la cabeza.

Salió de la habitación con la mochila al hombro. El corredor estaba vacío, podía escuchar a los demás chicos, todos reunidos en la habitación contigua. Quizá lo creían muerto, eso sí sería ventajoso para Alan. De todas formas, caminó y más rápido.

Fue al despacho del líder, estaba oscuro y silencioso. Lo atacó una ola de recuerdos de aquellas veces en las que entraba para hablar con Andras. «Vas a ser libre una vez que me ayudes a destruir a los templarios. Entonces, vas a estar seguro y yo ya habré cumplido mi objetivo. ¿Estamos de acuerdo?» le había dicho hace muchos años, una palabra que esperaba que mantuvieran, porque si había algo que Alan quería era salir de ese internado para siempre.

Dejó ir a los recuerdos; los sintió alejarse como las olas después de azotar la costa. El despacho olía a humedad, parecía que había pasado una eternidad desde que Bruno asesinó a su hermano, pero no habían sido más que dos días.

Alan se dirigió al cuadro que de Jesucristo y lo descolgó. Ya tenía los dedos sobre el dial circular cuando escuchó una voz que le puso los pelos de punta.

—Las personas suelen pedir permiso cuando entran a la habitación de alguien más.

El joven se dio la vuelta para observar a Lilit que estaba recostada en el sofá.

—No... No sabía que estabas acá —dijo con nerviosismo. No quería que ella supiera sobre la caja fuerte.

—Supongo que tengo derecho de usar el despacho del líder—. Alan quería decirle que no. Ella no tenía el derecho de estar ahí, de llegar un día así porque sí y tomar el despacho, pero no iba a pelear con ella así que se quedó callado.

No le prestó más atención, comenzó a abrir la caja y se aseguró de que ella no viera los números. Aunque resultaba casi imposible ver los pequeños números desde el sillón y sumada la oscuridad del despacho, pero uno nunca sabía qué secretos podía ocultar un demonio.

Sacó la espada templaria de la caja fuerte y la cerró. Volvió a colgar el cuadro y se dirigió a la salida como si Lilit no estuviera ahí.

—Espero que tengas suerte —le dijo ella antes de que saliera.

Alan bajaba las escaleras en silencio y abajo Marta le pasaba el cepillo al suelo ensangrentado.

—Estoy harta de estos pendejos que llenan todo de sangre... —murmuraba con tirria.

El muchacho le iba a preguntar si era consciente de que esas manchas las había hecho ella con su intento de suicidio, pero se llenó de tristeza al darse cuenta de algo. Marta no reconocía su deseo de morir porque era un pecado y, en su mente, era más fácil echarles la culpa a los huérfanos de las manchas que, en realidad, las producían sus autoflagelaciones.

Pasó a su lado sin más y se dirigió a la puerta principal. Allí lo esperaba Franco también con una mochila al hombro y listo para salir.

—¿Nos vamos? —le preguntó el ciego.

—Vamos.

Salieron al patio del frente y empezaron a bajar las escaleras de piedra hasta el portón de rejas. Los últimos peldaños antes de la salida todavía estaban manchados con la sangre del templario al que Bruno había decapitado.

Cruzaron el portón con sus bisagras oxidadas y Alan le dio un vistazo al orfanato. Sus altas y viejas paredes llenas de grafitis. Sus ventanas tapiadas y esa aura espectral que rodeaba todo el terreno. Llegó a ver un poco del arruinado jardín a la derecha y empezó a pensar. Algún día, Alan vería al internado de la misma forma que en ese momento y sería la última vez, porque se iría para siempre.

A su lado, Franco olfateaba el aire en busca de la esencia de Andras. Y entonces, su voz sacó a Alan de su hundimiento en el lago de la tristeza.

—Creo que encontré algo... Está lejos.

El chico abrió los ojos y empezó a caminar detrás del ciego que tanteaba el suelo a cada paso. Un globo se empezó a llenar de esperanza entre sus ventrículos.



Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora