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Dieciséis años atrás, Marta entró en la cocina del internado y se sentó junto a otra monja en la mesa.

—¿Ya se fue el profesor de matemáticas? ¿Cómo había dicho que se llama? —preguntó la otra hermana.

—Franco. Sí, recién salió —le respondió Marta. En consecuencia, la pava sobre la cocina comenzó a silbar cuando el agua entró en hervor. —Apagala, novicia.

La muchacha se levantó y trató de disimular su desgana. Sin embargo, antes de que llegara escuchó el quebrar de los cristales y varios gritos que le tensaron la columna.

Marta se levantó con tanta brusquedad que se corrió el velo de monja. Salió al hall mientras se lo acomodaba y atrás la seguía la novicia. Ese día, las dos vieron por primera vez a un demonio.

Ambas ventanas a los lados de la puerta estaban rotas y dos diablos con grandes espadas estaban parados frente a éstas. Arriba en el entrepiso, todas las estudiantes de ese internado bajaban por las escaleras. Detrás de ellas, tres demonios blandían sus hojas y las obligaban a moverse.

La novicia y Marta volvieron a meterse en la cocina y las dos se pusieron a espiar a través de la puerta entornada. Todavía no entendían qué pasaba, pero no podían arriesgarse a que las vieran.

Del otro lado del vestíbulo se abrió una puerta y otro demonio entró. Arrastraba del brazo a una monja que sostenía un pulverizador con la otra mano y no paraba de dispararle agua. Marta quedó perpleja, puesto que aún no se había dado cuenta de que los hombres eran demonios.

—¡No puede ser! ¡Es agua bendita de la basílica de Lujan! —exclamó la monja que disparaba con el rociador. Detrás de ellos salieron más monjas y un último diablo que las hacía seguir.

Congregaron a todas en un rincón y los dos demonios se quedaron para asegurarse de que no se movieran. Además, en medio de las dos escaleras del vestíbulo, las estudiantes ya se habían arrodillado una al lado de la otra.

—Pensé que habíamos venido a escondernos de los templarios y nada más —recalcó en voz alta uno que estaba frente a la ventana. Tenía el cabello negro y largo, un antifaz de cuervo le cubría el rostro y su palidez contrastaba con sus vestimentas.

—Andras, perdoname pero te mentí. La verdadera razón por la que estamos acá es para quitarles la pureza que les permitirá a estas chicas ser monjas —respondió quien parecía estar a cargo, uno de los diablos que había bajado a las estudiantes. —Y ahora quiero que te encargues de las monjas de la cocina mientras nosotros empezamos.

La novicia soltó con un grito todo el terror que tenía guardado. Cerraron la puerta y el pánico empezó a llenar cada ápice de sus cuerpos.

La pava todavía pitaba y el vapor no paraba de salir. La novicia ya la tenía en sus manos cuando se abrió la puerta y, sin más preámbulos, se la lanzó a Andras. Eso le dio suficiente tiempo a Marta para tomar la otra salida que daba a un largo corredor.

Cruzó el umbral y se detuvo con las manos aferradas al quicio. Antes de seguir, echó un vistazo hacia atrás y llegó a ver lo último de la joven muchacha. Andras, ahora mojado, blandió su espada y la cortó al medio. Sin perder más tiempo, Marta cerró la puerta con el cerrojo y comenzó a correr.

Había recorrido un cuarto del pasillo cuando la puerta del medio se abrió, esa iba a otro corredor que daba al patio trasero. Lo primero que Marta pensó fue que terminaría como la novicia, pero cuando vio que quien había entrado era Franco, un globito de esperanza se infló entre sus ventrículos. En consecuencia, se frenó con tanta violencia que por poco no desgastó el suelo.

—¡Franco! ¡¿Qué hacés acá?! —exclamó Marta al tiempo que Andras comenzaba a golpear la puerta.

—Los vi, los vi llegar y sabía que eran sospechosos —contestó con cierto nerviosismo. Franco todavía conservaba la vista en esa época, se lo veía más vivaz y vestía con más elegancia.

—¡Ay! ¡Gracias a Dios! ¡Dale, vamos, corré! —La monja lo tomó de un brazo y corrieron hasta el final del pasillo. Cruzaron la salida y antes de cerrarla vislumbraron a Andras que lograba derribar la puerta en el otro extremo.

Desde afuera, donde estaban ahora, comenzaba a subir una escalera y alrededor los rodeaba un alambrado. Un peldaño y el otro, pie y otro pie, subieron hasta la terraza del internado.

—No sé adónde vamos pero espero que tengas un plan —le dijo Franco a sus espaldas.

Llegaron a la terraza y ésta se encontraba vacía, a excepción de un cofre baúl que esperaba en el otro extremo. Entonces, Marta corrió ya casi sin aire y el profesor la seguía.

Era de noche en una Buenos Aires que hace pocos meses se iniciaba en la anarquía. Desde ahí ya escuchaban algunos estruendos y desde la calle les llegaban las luces naranja.

La hermana llegó primera al baúl, se dejó caer de rodillas y lo abrió. Había tantas cosas y estaba tan oscuro que agarró la primera caja que se le cruzó por la vista y para su suerte era lo que buscaba. Era un pequeño contenedor y dentro tenía una pistola con tres bengalas. Se las pasó a Franco con las manos temblorosas.

Andras acababa de subir a la terraza y el hombre cargaba la pistola. El demonio se lanzó a correr hacia ellos y el otro levantó el arma al cielo. Disparó cuando su perseguidor estaba a mitad de camino.

Una bengala roja estalló en el firmamento nocturno y los ejércitos que vagaban por las calles la vieron. Andras iba directo a matarlos pero escuchó algo que le recordaba a una huelga con gente que golpea cacerolas. Pero de hecho, se trataba de las armaduras de los templarios que chocaban al marchar. Entonces, tuvo que detenerse y volver con sus compañeros, para advertir del inminente e inevitable peligro.




Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora