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Los anarquistas jugaban lacrosse sobre la cancha de fútbol del Estadio Monumental cuando avistaron a una suerte de ballena con cuatro patas y un inmenso par de alas. Sobrevolaba el graderío y comenzó a descender. A medida que se acercaba todos podían sentir el fuerte viento provocado por el aleteo.

Todos empezaron a correr y en poco tiempo despejaron la cancha. En definitiva, con todo el cuidado que podía tener, Leviatán aterrizó en medio de la cancha. A su alrededor, los anarquistas y los jóvenes demoniacos miraban, expectantes a cualquier movimiento.

El monstruo abrió la boca y su aliento a agua de río llegó a las narices de todos. Lilit y Alan salieron de sus fauces. Su otra mitad fue el primero en llegar y, en frente de todos, se unieron. De inmediato se sintió más completo, aunque ese tercio perdido jamás podría rellenarlo.

Leviatán emprendió vuelo otra vez y se alejó por el cielo nocturno.

—Va a volver—. Lilit le puso una mano en el hombro, y él le creyó. Confiaba en ella porque sabía que Andras también lo había hecho.

En la cancha quedaron marcadas en el suelo las profundas huellas de Leviatán. Después de todo, a los anarquistas ya se les habían ido las ganas de jugar lacrosse. Algunos fueron a ducharse, otros directo a las camas.

Alan disfrutó de una ducha caliente y le dieron nuevas vestimentas y abrigos. Todo era de color negro, y eso le gustaba. Después, fue a su habitación. La tenía que compartir con Ciro, pero eso no le molestaba.

Se trataba de un palco cerrado y climatizado que tenía una serie de nítidas ventanas que daban a la cancha. Habían unido unos bancos para formar dos camas y le pusieron colchones arriba. El joven no pensó que iba a dormir tan bien otra vez.

Se despertó con el cuerpo reconfortado, de verdad. La cama le había venido como una tarde con el masajista. La luz de una tarde de otoño entraba por los vidrios del palco. Ciro ya no estaba y, en cambio, había dos globos atados a un apoyabrazos de un asiento que hacía de estructura para la cama.

Uno era azul y el otro era verde. El primero tenía un número uno escrito y el otro un número dos. Alan podía ver el humo de cigarrillo a través del globo. Alguien le había dejado unos recuerdos.

Sacó una garra y pinchó el primero. El humo se esparció con rapidez y el joven se vio sumido en un viejo recuerdo.

Andras estaba montado sobre un gran lobo gris. Un antifaz de cuervo le cubría el rostro y su largo cabello bajaba por su espalda. Detrás de él, sus treinta legiones del infierno estaban listas para pelear.

Estaban formados a lo largo de una calle, era de noche y las luces naranja caían sobre sus cabezas.

Delante de ellos, la avenida 9 de Julio se abría. Hacía pocos meses la anarquía había liberado Buenos Aires y en ese instante todo estaba muy tranquilo. De hecho, era tan así que parecía que la ciudad estaba estática.

Sobre la misma calle, del otro lado de la avenida, los templarios tenían a su ejército formado.

—¡¿Listos?!

—¡Sí! —exclamó el ejército demoniaco.

Andras elevó su espada, la hizo girar en el aire y la bajó con violencia. El hierro infernal se raspó contra el asfalto y provocó un chispazo. Los demonios captaron la señal y se lanzaron al ataque.

Del otro lado, los templarios también empezaron a marchar y, en pocos segundos, todo se convirtió en una salvaje lucha.

El repiqueteo del metal contra el metal era música para los oídos de Andras.

—¡Vamos, Sin! —le dijo a su lobo.

Éste empezó a correr y con su larga y puntiaguda espada negra Andras lanzaba sablazos a diestra y siniestra. Aún sobre su montura decapitó a decenas de templarios.

De súbito, el ronroneo de unos motores se hizo oír sobre el ruido de la batalla. La avenida se había colmado de coches sin que se dieran cuenta. Continuaron sin que les importara inclusive ser atropellados.

Entre tantos bocinazos y maniobras para no lastimar a nadie varios autos acabaron por impactar contra otros. El enfrentamiento se daba entre un numeroso choque múltiple y los demonios llevaban las de ganar.

Andras percibía el olor a sangre y herrumbre; a neumáticos calientes y el humo de los motores. Antes de que pudiera darse cuenta, la pelea había terminado.

La avenida 9 de Julio estaba silenciosa otra vez. Ocho autos habían chocado y centenas de templarios yacían muertos sobre el asfalto.

Se trataba de un frío invierno y los demonios inspeccionaban sus bajas y revisaban a los enemigos caídos. Andras dejó que su lobo se paseara y comiera algunos cadáveres.

Miraba la escena con verdadero orgullo y alegría. Pero uno de sus hombres lo obligó a interrumpirse:

—¡Hay uno que sigue vivo!

—Déjenmelo a mí.

Andras se movió entre cadáveres y piezas de automotriz hasta llegar al pobre templario. Tenía un trozo de metal clavado en la pierna, al parecer pertenecía a uno de los coches.

El demonio de los asesinos elevó su espada sobre el hombre, que con dificultad giraba la espalda para verlo.

—Soy Andras, marqués del infierno, demonio de los asesinos y yo...— Hizo una leve pausa y soltó una cálida risa. Cuando reía parecía la persona más dulce que existiera, pero jamás fue así. —Voy a perdonarte la vida.

Todos los que escucharon dieron un suspiro fuerte y al unísono a causa de la sorpresa.

El demonio le dio la espalda al templario, su semblante sucio denotó que albergaba toda la esperanza que podía.

Andras caminaba complacido en dirección opuesta y sus soldados empezaron a seguirlo. Pero no alcanzaron a salir de la avenida siquiera, cuando una bengala roja ascendió con ímpetu y se hizo ver en lo alto.

Con lentitud, el traqueteo de los cascos se hizo escuchar. La caballería se metió en la 9 de Julio y se lanzó hacia los demonios.

Estaban a pocas cuadras y Andras y su ejército se formaba para la batalla inminente. Sin embargo, no hubo batalla. La caballería lanzó una lluvia de flechas incendiarias antes de llegar al combate cuerpo a cuerpo.

Los demonios cayeron uno por uno al ser impactados por esa lluvia con puntas de acero templario. Andras buscaba un refugio con desesperación y fue entonces cuando una flecha impactó en el suelo a sus espaldas. Éste, estaba cubierto de combustible que se escapaba por uno de los coches.

Antes de que pudiera asimilarlo, Andras se vio lanzado varios metros a un lado a causa de la explosión. Estaba atontado, veía borroso y escuchaba apenas. Lo que quedaba de su ejército continuaba con la lucha, hasta el último suspiro. Él quería levantarse y ayudarlos, pero alguien lo arrastraba.

Lo alejó de la batalla y lo dejó en el suelo varias cuadras hacia adentro. Andras sentía que se desmayaba y antes de que todo se ennegreciera vio a su lobo. Él lo había salvado.


Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora