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Las puertas corredizas del hospital se cerraron y Alan y Franco decidieron fumar un cigarro antes de volver al camino.

—El olor de este hospital me hace acordar al día en que ustedes nacieron —dijo el ciego.

—Todos los hospitales huelen igual.

—A muerte.

—Quiero ver —dijo Alan y se dejó de apoyar en el auto para ponerse en frente de Franco.

Él sabía qué tenía que hacer. Aspiró con el cigarrillo en la boca y sintió el humo que bajaba hasta sus pulmones. En su mente, tenía el recuerdo de aquel día en el que un ángel visitó el internado. Dejó salir todo y Alan se apresuró para inhalar la fumarada. Entonces, el joven pudo revivir esas memorias en su propio cerebro.

Todo se ennegreció. Sólo se escuchaban los pasos que Franco daba mientras cargaba la última cuna.

—Acá está bien —dijo Marta detrás, ella sostenía el otro lado del mueble.

—¿Ya son todas? —preguntó una voz fría y autoritaria.

—Sí, Andras.

Franco no lo veía, pero el demonio tenía el cabello negro y seguía debajo de los hombros. Un antifaz oscuro que hacía alusión a un cuervo le cubría el rostro y en ese momento del año la temperatura lo obligaba a usar una camiseta de mangas cortas.

—Bueno, ehm...

—¡Andras! —interrumpió una joven desde el entrepiso con voz dolorosa. Las miradas de todos se clavaron en ella, incluso Franco giró el rostro en su dirección. —El bebé...—Una contracción la obligó a doblarse hacia adelante y su mano no alcanzó a tomarse de la baranda de la escalera. Pudo ver como los peldaños se acercaban a ella segundos antes de impactar y comenzar a rodar hacia abajo.

Andras se movió con rapidez y la detuvo a mitad de camino. Se giró hacia los otros dos con nerviosismo.

—¡Llamen a una ambulancia! —ordenó en voz lo bastante alta para superar los gritos y quejidos de la joven.

—Al parecer, no hay lesiones mayores, pero hay que llevarla a un hospital para poder ver el estado del bebé. No sabemos cuánto tiempo pueda contenerlo y después de un golpe así no es recomendable que nazca acá —dijo el médico.

Andras no quería salir del internado y tampoco que ninguna de las embarazadas lo hiciera, pero no parecía tener otra opción.

—¡Andras! —se escuchó desde las habitaciones de arriba. Entonces, parecía que todas se habían puesto de acuerdo para soltar quejidos y gritos.

Los dos médicos se miraron extrañados antes de que Andras empezara a subir las escaleras. Llegó al corredor del entrepiso y se giró hacia el lado de los cuartos de las muchachas.

El ángel Gabriel estaba parado en medio, con la intención de no dejar que pasara. Tenía unas alas con plumas blancas que salían entre sus omoplatos. Su cabello rubio y liso estaba peinado a la perfección y su blancura y delicadeza le daban un toque femenino.

—Dios es perseverante. Jesús volverá y solucionará las cosas. Entonces, ustedes demonios, conocerán la hoja de Miguel.

—¿Qué mierda decís? Salí de acá.

—Te arrepentirás, Andras. Te lo aseguro.

—Vos no podés hacer que nadie se arrepienta. Te tienen de acá para allá... Hacés mandados—. El demonio dejó salir una risa cruel y el ángel intentó mantenerse con indiferencia.

—Nos vemos en el hospital —dijo Gabriel. Chocó las palmas y todas las chicas estallaron en gritos por las contracciones que el ángel les producía. Sus manos se impactaron una vez más y ya no estaba.

Andras se apoyó en la baranda del entrepiso y dijo a los otros que permanecían en el hall:

—Vamos a necesitar más ambulancias para llevar a todas las chicas, creo que van a parir todas—. La preocupación se era evidente, esto no podía salirle mal. Lucifer se lo había encargado y si esos bebés, mitad humanos y mitad demonios, no nacían sanos, todo el plan de Lilit se desmoronaría.

Se quitó el antifaz y lo dejó caer. Iba a salir al exterior y como buen asesino, no debía llamar la atención.

Andras, Franco y Marta estaban sentados en la sala de espera cuando llegó una enfermera.

—Ya nacieron los doce bebés, hay seis varoncitos y seis nenas. Están todos bien y sanos. Pero... las mamás están complicadas. Los doctores hacen todo lo que pueden por salvarlas.

—Gracias, en serio —dijo el demonio.

—No, por favor. Es mi trabajo mantenerlos informados. ¿Quieren ver a los bebés? —preguntó con un tono dulce y amable a pesar de un deje de tristeza que se le escapaba de trasfondo.

Andras estaba por decirle que sí, pero entre las personas que iban por los corredores llegó a ver a Gabriel. Tenía sus alas guardadas y estaba vestido como cualquier otro, pero estaba claro que era él.

—Vayan ustedes, y vigilen bien a los bebés —les dijo a Marta y Franco.

La enfermera sonrió sin entender y, acto seguido, acompañó a los dos hasta donde estaban los bebés.

Se trataba de una gran habitación bien calefaccionada con muchas incubadoras. Lo bebés habían nacido dos semanas antes de lo esperado por culpa del ángel. Todos se veían hermosos y pacíficos, y lo que Franco escuchaba lo llenaba de paz. Era difícil de creer que esos angelitos, en realidad, tuvieran sangre de demonio en sus venas gracias a sus padres.

Mientras tanto, en el almacén del hospital, Andras y Gabriel estaban enfrascados en una pelea. El ángel tenía un bastón de oro con el cual eludía las estocadas y las fintas de la espada del demonio, y de vez en cuando lograba devolverle algún que otro golpe. Sin embargo, estaba más que claro que Gabriel no había sido hecho para la batalla y, en cambio, Andras era todo un asesino.

El ángel levantó su bastón dispuesto a darle un golpe con toda la potencia, y el demonio aprovechó eso. Demostró su habilidad al desarmar a su contrincante y después, le provocó un corte en el antebrazo. Gabriel soltó un grito afeminado y dirigió su otra mano para cubrir la herida, entonces, Andras lo empujó con una patada.

El rubio se cayó contra unas estanterías y produjo un efecto dominó con otras dos. Esperaron que el estruendo no hubiera alertado a nadie. Todo el piso estaba lleno insumos médicos. Antes de que el ángel pudiera levantarse el demonio se abalanzó contra él y le clavó la espada puntiaguda y larga en medio del estómago.

Gabriel se desintegró con el más femenino de todos sus gritos y se reintegró en lo alto del infierno. Caía y desde arriba pudo ver la circunferencia y todas sus porciones. Vislumbró un poco del río Estigia antes de caerse en él. Su cuerpo se disolvió y su espíritu, incapaz de salir del agua, se alejó a causa de la correntada.

Andras llegó con los bebés un rato más tarde. Les contó a Marta y a Franco lo que había ocurrido y poco después llegó la enfermera. En su rostro se veía un triste sopesar y con mucha pena les dijo que las doce mamás habían muerto.

Alan abrió los ojos impresionado. No tenía palabras que decir, entonces, se alejó un poco para encender otro cigarrillo. Se encontró triste y la nostalgia le rasgaba la garganta en un intento por salir.



Los huérfanos del infierno #TWGamesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora