2007. (2/2)

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La luz de mi ventana se estrelló directamente sobre mis ojos, despertándome. Me revolví sobre las sábanas mientras estiraba mis brazos hacia la cabecera de mi cama, estirándome, sintiendo el crujir de mis articulaciones. Cuando abrí los ojos, miré unas diminutas volutas de polvo flotando a la luz del sol.

El reloj de mi mesita de noche indicaba poco más de las ocho. No había dormido más de cuatro horas y no parecía importarme, aún tenía una sonrisa tonta en mi rostro y sabía quién era el responsable de ella.

Me incorporé y tendí mi cama, sacudí las almohadas y abrí la ventana en par en par para que se ventilara un poco mi alcoba. Cogí ropa limpia de mi armario y fui a darme una rápida ducha para ir por mi hija a casa de sus abuelos. Me moría por contarle a mi madre lo que había acontecido es las últimas doce horas. Seguramente perdería la cabeza y no podía culparla: yo aún estaba en las nubes.

Salí de mi casa media hora después bajo un cielo cálido y limpio. Esa mañana me fui en metro; mi coche seguía averiado y necesitaba dinero para poder repararla. Aún tenía varios cheques misteriosos en una caja de zapatos bajo mi cama y podía cobrarlos para arreglar el auto pero aún, a pesar de todos esos años de recibirlos cada mes y comprobar que tuvieran fondo, me mostraba un poco renuente a ellos.

El subway se detuvo en la estación más cercana a Greenwich Village y bajé lo más rápido que pude en medio de la multitud que se atiborraba en la puerta del vagón. Caminé sumida en mis pensamientos rumbo a la casa de mi madre. Había recorrido tantas veces ese camino que no hacía falta que prestara mucha atención para corroborar que fuera en dirección correcta. Cada vuelta, cada esquina, cada adoquín me recordaba la época en la que iba a casa de Nicholas, con el corazón estrujado, esperando encontrarlo con vida. Eso había sido después del once de septiembre y quizá, por la cercanía de esa fecha, me sentía abrumada.

Mi madre me abrió apenas y toqué la puerta. Me jaló del brazo y me condujo hasta el comedor, donde Elliot y Charlie desayunaban. Mi hija, al verme, bajó de un salto de la silla y corrió en mi dirección.

—¡Mamá!

La estreché entre mis brazos y besé su coronilla con profundo amor. Acaricié su rostro instintivamente para comprobar que estuviese bien y sólo encontré a una hermosa niña con un montón de pecas en el puente de su nariz, llena de alegría.

—Has llegado a tiempo para el desayuno, hija —dijo Elliot desde su asiento y le sonreí.

—Estoy hambrienta.

Charlie me agarró de la mano y me llevó hasta una silla vacía y me obligó a sentarme en ella. Mamá regresó de la cocina y puso frente a mí una pila de humeantes hot cakes.

Estaba por rechistar cuando ella me calló con un shh.

—Necesito asegurarme de que comes, Eleanor. Ayer no te lo dije pero has perdido un poco de peso.

Me mordí el labio inferior.

—Está bien.

—¡Terminé! —exclamó la pequeña Charlie.

—Pero si apenas te serví —murmuró consternada mi madre.

—Y ya me los comí —contestó mi hija con una sonrisa—. ¿Puedo ir a ver televisión, mamá?

Asentí con la cabeza y la niña se fue corriendo a la habitación de sus abuelos. A través de la puerta, la vi subiéndose a la cama y tirándose de panza al colchón.

Sólo tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora