Era una tarde espléndida, de esas que son tan perfectas que te cuesta creer que sean reales. El sol se filtraba a través de las finas cortinas de seda que cubrían mi ventana. El cielo se veía despejado, libre de nubes que amenazaran con arruinar el gran día y en los jardines, caían hojas ocre sobre el césped, como si se tratasen del preludio del otoño.
Sorpresivamente un pájaro color azul aterrizó en la ventana. Me observó inquisitivo a través del cristal e inclinó la cabeza hacia un lado, como si intentara descifrarme.
—Hey —lo saludé y al instante me sentí tonta.
¿Qué hacía hablándole a un pájaro?
El pájaro me miró un par de segundos más y luego dirigió una mirada hacia el vasto paisaje que se cernía frente a nosotros. Entonces voló lejos, muy lejos de mí, extendiendo sus majestuosas alas mientras sorteaba las ramas de los árboles. Finalmente lo perdí de vista y fue ahí cuando tuve la urgente necesidad de marcharme de ahí también.
Abrí mi maleta en dos y saqué ropa para cambiarme lo más rápido posible. Le eché un vistazo al reloj de la pared y vi que aún me quedaba un poco de tiempo antes de que partiera el último tren a Nueva York. Si me daba prisa, seguramente no tendría que enfrentarme a mi madre, ni a Rachel, ni a... David. Escaparía sin decir palabra y nadie lo iba a notar. Al menos no por un rato.
Giré sobre mis talones, mientras intentaba deshacerme de ese vestido y entonces me detuve. En el espejo había una Eleanor agitada, con un hermoso vestido aperlado y una expresión de reproche. Era muy distinta a la habitual. Jamás se había sentido más hermosa y no alcanzaba a entender mi necesidad de huir. Había esperado toda una vida para esa tarde y ahora yo parecía querer arruinarlo todo.
Ella era la voz de mi conciencia.
<<Detente. No lo hagas, no huyas, no escapes. Todo irá bien, lo amas, ¿no es así?>>
—Mucho —susurré.
Desvié mi mirada hacia la maleta que yacía abierta sobre la cama y metí la ropa que se había desparramado en mi intento de huída. Cerré la valija y la volví a poner en su sitio mientras me preguntaba cómo me había metido en eso.
Y entonces lo recordé todo.
En París, en el 2012.
Me situé en la última tarde de David en París, antes de que regresara a Nueva York. Estábamos los dos saliendo de la cafetería rumbo al Sena con el sol cayendo a nuestras espaldas. Yo llevaba las manos al frente y él iba a mi alrededor, moviéndose de un lado a otro.
—Creo que el azúcar de los macarons se te fue muy rápido a la cabeza.
Él rió.
La torre Eiffel ya se dibujaba en el horizonte y conforme caminábamos hacia el río se volvía cada vez más grande. Cruzamos muchas calles y esperé no perdernos.
—Confía en mi sentido de orientación, ¿quieres? —dijo al ver mi expresión abrumada.
Puse los ojos en blanco.
—De acuerdo pero si nos perdemos...
—...dejaré que Rachel descargue su furia conmigo —prometió.
Asentí con la cabeza y él cogió mi mano con cariño.
Caminamos un rato por el centro de la ciudad hasta que llegamos al Museo de Louvre. Los visitantes comenzaban a salir y muchos se arremolinaban en el centro de la plaza, junto a la Pirámide. A lo lejos se veía el Instituto de Francia, pasando al Puente de las Artes, y también al montón de alumnos saliendo de sus salones. Se escuchaban los habituales músicos callejeros y a los vendedores de souvenirs gritar ofertas en un inglés muy rústico.
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Sólo tú.
Romance¿Existe la amistad entre un hombre y una mujer sin que uno termine enamorado del otro? Desde niños Eleanor Evans y Nicholas Hayes han sido mejores amigos y nunca enamorarse del otro había significado un problema. Al menos hasta que sus sentimientos...