Ocho.

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Un año atrás.

No desperté debido a una molesta alarma ni tampoco lo hice precisamente por que mi madre irrumpiera histéricamente mi habitación. En realidad fue por la luz del sol que había inundado mi alcoba, la misma luz solar de las 12 del día.

Así es, las vacaciones habían iniciado.

Me revolví entre mis sábanas y enterré mi rostro en mi almohada. Reí. Por fin, después de seis meses de absoluta explotación infantil, era libre. Por sesenta días iba a ser lo que se me viniera en gana y no iba a tener presiones por las notas o por los edificios de tarea a la que estaba acostumbrada. Sólo iba a ser yo, Nicholas y el verano.

Me levanté particularmente de bueno humor esa mañana. Mi madre me había dejado una nota con las cosas que debía hacer y deduje que no volvería hasta la noche así que no había prisa para iniciar con mis actividades.

Me tomé el atrevimiento de desayunar hot cakes e incluso le llamé a Nicholas para que me acompañara a desayunar pero nadie contestó. Seguramente la vieja Astrid había reconocido mi número y no se había tomado la molestia de contestar.

Puse los ojos en blanco ante la idea.

—Tranquila, Eleanor. No vas a arruinar tu primer día de libertad por esa mujer.

Desayuné un poco más animada y después de limpiar la cocina, me fui al baño a darme una larga ducha. El reloj afuera marcaban la 1 de la tarde y eso solamente significaba que tenía dos horas para hacer las cosas de la lista de mi madre antes de que los locales cerraran a la hora del almuerzo.

Me puse un short holgado que dejaba al descubierto mis pálidas piernas y una blusa sin mangas que mostraban las pecas de mis hombros. Mi cabello húmedo lo dejé suelto en lo que se secaba y salí a toda prisa con mi mochila en el hombro.

El aire era distinto aquel día. Era menos pesado, más ligero. También noté que no había mucho tránsito, eso significaba que la mayoría de los habitantes de Cape May habían optado aquel lunes en ir a la playa lo cual era bueno porque así no habría mucha cola en el banco e iba a ir cómoda en el autobús.

Tal como lo predije, el pueblo estaba menos atestado de gente y pude realizar todo lo que había en la lista: ir al banco a hacer un depósito, cambiar una blusa en la boutique de la señora Hill y comprar algunos víveres.

A las 2:30 era lo único que me hacía falta y estaba emocionada por tener la tarde libre para mí. Pensé en ir al cine a ver una película con Nicholas, incluso le diría a Charlie a pesar de que no éramos muy cercanos y casi no hablábamos nunca. Después probablemente ir al centro por un helado. Ya lo hablaría con Nicholas en cuanto llegara a casa.

Entré al diminuto supermercado y cogí una canasta del montón de la entrada. Una cajera me saludó con una sonrisa y algo contrariada se la devolví. Normalmente nadie me sonreía ni me saludaba, el pasado de mi madre como stripper seguía en la mente de los habitantes de Cape May.

Ella me miró extrañada y dirigió su vista por encima de mí. Seguí el camino de su mirada y entonces lo vi.

Llevaba un pantalón color negro bastante ajustado con unos tirantes marrones que contrastaban con su camisa blanca sin mangas. Usaba un sombrero bastante peculiar y sobresalían dos mechones de cabello bastante rebeldes a ambos lados de su rostro. Sus brazos tonificados por intensas horas de ejercicio estaban marcados también por tatuajes que resaltaban en su piel blanca, casi traslúcida.

Unos anteojos parecidos a los de John Lennon escondían su mirada y, a pesar de eso, sabía que sus ojos los tenía puestos sobre mí.

Si me preguntas, jamás lo había visto y eso que Cape May no era precisamente una ciudad muy grande. No había más de cuatro mil personas en todo el pueblo y, aunque era un número un poco elevado, yo no soy de esas personas que olvida fácilmente un rostro. Y su rostro, la cara de Mark Jacoby, no es algo que se te olvida. Al menos no en mucho tiempo.

Sólo tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora