Sesenta y ocho.

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—¡No puedo creer que me vayas a arrastrar a eso, Nicholas Hayes!

Mi voz resonó en toda la estación del metro, haciendo girar las cabezas de varias personas al mismo tiempo. Mi amigo rodeó mi cuello con su brazo y me atrajo hacia sí.

—Será divertido, El.

—Es que… —vacilé—, ¿qué diablos me van a enseñar? ¿Cómo pujar?

Nicholas soltó una carcajada aún más fuerte.

—No, tonta, son clases para la preparación del parto.

—Precisamente por eso —me defendí—. Creo que me daré cuenta cuando la fuente decida romperse.

—No es para eso —dijo, poniendo sus ojos en blanco—. Son ejercicios de respiración, para que notes si algo va mal y técnicas de relajación y…

Resoplé. 

—¿Nada de lo que te diga te hará cambiar de opinión, verdad?

—Así es, El.

Salimos de la estación y el aire de la ciudad se estrelló contra la punta de mi nariz. Los árboles a mi alrededor ya se estaban desojando y las personas iban un poco más abrigadas que de costumbre. La ciudad seguía en movimiento y eso era jodidamente asombroso. El once Nueva York había caído pero desde entonces no había hecho otra cosa que levantarse y seguir adelante con ello. Heridos, pero con la frente en alto y eso era lo que más me impresionaba. De mi ciudad y de mi país.

Aunque no todo era color de rosa en esa época. La guerra de Afganistán recién había comenzado y atravesábamos una recesión económica. Era muy joven para entenderlo y en lugar de preocuparme por ello, me encogía de hombros y trataba de ser lo más positiva posible, sintiéndome sumamente orgullosa por los valientes hombres en la guerra, defendiéndonos.

Y eso por supuesto me hacía pensar en Charlie.

Si él no hubiera subido a ese avión o si él no hubiera regresado a Nueva York probablemente ya lo hubieran enviado a Medio Oriente. Incluso pensar en eso me provocaba un vacío en mi estómago. No iba a ser capaz de soportar la angustia de no saber dónde estaba y si lo estaban acechando hombres malos con armas en sus brazos. Había llegado a querer tanto a Charlie y ahora, un poco más de un mes de su muerte, caía en cuenta de ello.

Llegamos al edificio donde se impartían las clases de maternidad. Estaba cerca de Lex*, en el corazón de Nueva York. Subimos tres pisos a través de unas diminutas escaleras rodeadas de paredes de ladrillo que nos llevaron a una pequeña puerta. Adentro se escuchaban varias voces y antes de entrar consulté mi reloj, habíamos llegado con unos minutos de ventaja.

Nicholas abrió la puerta y todos callaron al instante. Los curiosos ojos de todas las parejas en la habitación nos evaluaron minuciosamente por unos segundos y muchos de ellos no pudieron ocultar la sorpresa en sus ojos. Una chica embarazada.

Mis mejillas se tiñeron de un suave color rojo y me dirigí hasta uno de los asientos vacíos. Nicholas me siguió y tomó asiento a mi lado. Las personas se encogieron de hombros y continuaron con sus conversaciones que habían interrumpido previamente, yo en cambio, analicé el lugar en profundo silencio.

Era una linda estancia de espera de paredes beige y un techo alto. Alrededor habían colgados varios cuadros con fotos de bebés, una que otra pintura y un calendario de actividades. Las sillas estaban recargadas sobre los muros y las esquinas estaban resguardadas por plantas de un verde muy brillante. Habían tres puertas: una del baño; otra del salón y la entrada.

Casi todas las parejas ahí eran mayores. Todas mayores de treinta años y todos parecían haber cumplido sus metas en la vida. Sonreían mucho y parecían ser seguros de sí mismos, como si tuvieran todo arreglado y no lo dudaba en lo absoluto. A su lado, yo era un desastre y eso era algo que no podía negar. Cabello revuelto y ojeras bajo mis ojos no eran precisamente un indicativo de éxito.

Sólo tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora