Treinta y siete.

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El avión iba a salir de Newark.

Todos iban a estar ahí, Elliot, Astrid, incluso mi madre. Y sí, Nicholas.

Rachel tomó mi mano y me dio un suave apretón.

—¿Estás bien, amiga?

—Lo estoy.

El tren se detuvo finalmente en Newark. Hacía un día estupendo aunque según mi amiga, eso era calor de lluvia. Lo cierto es que todo el estado esperaba esa lluvia después de las semanas áridas a las que el tiempo nos había sometido.

Mary-Kate nos esperaba en el andén. Llevaba un vestido floreado y su cabello rojo ondeaba sobre su espalda en forma de algunos rizos.

—¡Cariño!

Mamá me abrazó con suma ternura.

—Mary-Kate, sólo han pasado dos semanas.

—¿Y? Te he extrañado, cariño. ¡Ven acá, Rachel!

La mujer estrechó a Rachel entre sus brazos y la chica, efusiva, la abrazó. Me eché a reír.

Después de los saludos, salimos de la estación del tren y nos dirigimos hacia el viejo coche de mi madre. El aeropuerto estaba a tan sólo diez minutos de la estación y por lo que me dijo Mary-Kate ya nos esperaban los Hayes.

Durante el trayecto Rachel y mi madre hablaron de todo lo que habían hecho las últimas semanas. Charlaron sobre el tiempo, el restaurante chino, mi embarazo, David, Charlie y un montón de cosas. Yo me limité a estar en silencio con el estómago hecho un nudo de nervios.

La última vez que había estado en ese lugar había decidido ir detrás de mi sueño a Nueva York, ir detrás de la promesa de Nicholas.

Me di cuenta lo mucho que había cambiado desde entonces.

Nicholas había salido de mi vida y mi sueño se estaba desmoronando. Trabajaba en un lugar que odiaba y tenía presiones que nunca me había imaginado. Pero luego estaba Charlie. Con su sonrisa y sus dulces “todo saldrá bien” a cada minuto. Me costaba mucho trabajo aceptar que en tan sólo unos minutos él partiría.

—¿Y por qué no se vino Charlie con ustedes? —me preguntó mi madre, sacándome de mi ensimismamiento.

—Iba a desayunar con Astrid y Nicholas muy temprano aquí—repuse.

Ella asintió.

Mi mamá detuvo el coche y lo aparcó cerca de la entrada. Rachel me ayudó a bajar y, apoyándome en ella, caminé hasta salidas nacionales, donde pude ver a Elliot y a Astrid y a… Nicholas.

Llevaba unas bermudas que dejaban ver sus pantorrillas y una camisa holgada. Unas sandalias cubrían sus pies.

Sus ojos verdes se posaron sobre mí inmediatamente. Mis mejillas se incendiaron pero en contra de todo pronóstico, no sentí odio. No quise ir a matarlo ni quise que le cayera un piano encima. No sentí nada.

Sentí unas manos alrededor de mi cintura (o lo que quedaba de ella) y supe en un santiamén de quién se trataba. Charlie besó mi mejilla y lo vi sonreír, tratando de infundirme muchos ánimos. Le devolví el gesto a medias.

—¿Todo bien? —quiso saber.

—Así es, Charlie.

Nos reunimos con el resto. Presenté a Rachel con Astrid y Nicholas, mientras que Elliot me estrechó entre sus brazos.

—¡El bebé cada día está más grande! —observó, emocionado—. ¿Ya sabes qué será?

—No, ¿puede creerlo Señor Hayes? ¡La acompañé hace una semana al médico y no quiso saberlo! —intervino Rachel.

Sólo tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora