Me dejé caer en una silla y limpié el sudor de mi frente con la palma de mi mano. Era una noche calurosa, de esas que te hacen querer vivir en la Antártida. Mis músculos dolían y todo ese cansancio sólo se lo podía deber a la mudanza.
Miré a mi alrededor, a lo que por muchos años había sido mi hogar y mi corazón se encogió de nostalgia. Las paredes de ladrillo estaban desnudas y el departamento se me antojó más grande ahora que estaba casi vacío. Sólo quedaba la mesa, un par de sillas en la cocina y el sillón azul petróleo. El resto se había ido esa misma tarde en un camión.
Extrañaría ese lugar, el eterno aroma a comida china en el pasillo de las escaleras y las mañanas de domingo en las que los vendedores ambulantes me despertaban desde muy temprano. Esos muros me habían visto crecer, ¡habían visto a Charlie crecer!
Casi de manera inconsciente me puse de pie y avancé hasta la columna que separaba el diminuto recibidor del resto del departamento y encontré las marcas que raspábamos en el concreto cada vez que mediamos a Charlie. Las acaricié con nostalgia y luego le eché un vistazo a mi casa.
Aún me parecía escuchar las carcajadas de mi niña y sus pies descalzos correr en el pasillo a mitad de la noche para refugiarse en mi cama luego de una pesadilla. La podía ver en la cocina, hincada sobre una de las sillas, mientras dibujaba algo en la mesa. Conservaba cada uno de sus dibujos y quizá eran mis más grandes tesoros.
Entonces timbraron la puerta y yo descubrí que estaba llorando. Me limpié las lágrimas con una sonrisa de resignación en el rostro y até mi cabello en un moño al tiempo que bajaba las escaleras. Abrí la puerta y los brazos de Charlie me rodearon por la cintura a modo de saludo.
—Hola, cielo —me incliné a besar su frente. Había crecido tanto... —. ¿Qué tal tu día?
—Fabuloso —sonrió—. Papá me llevó al cine y luego fuimos a comer perritos calientes a Times Square.
Miré por un segundo a Mark que admiraba a Charlie con ternura mientras ella hablaba sobre su día. Recordé cuando él había aparecido ahí, en ese mismo lugar hacía unos años y entonces noté lo mucho que había cambiado desde entonces. Tenía un par de discos y un contrato de una gira a la vuelta de la esquina. Iría a la costa oeste, desde California hasta Seattle, volvería a Nueva York a unas presentaciones más y luego se marcharía a Londres, Dublín, París y Amsterdam. Vivía de la música y era un buen padre, estaba en su mejor momento.
—¡Wow! —exclamé cuando Charlie dejó de hablar—. Tuvieron un día espectacular. Ahora será mejor que te des una ducha y vayas a dormir, cielo. Mañana será un día muy largo.
La niña arrugó la nariz y sus ojos verdes se mostraron decepcionados porque el día hubiese terminado. Desanimada, se giró sobre sus talones para encarar a su padre y lo abrazó con cariño.
—Gracias, ¿nos vemos el sábado?
—El sábado —prometió Mark antes de besar su frente en señal de protección.
Charlie se despidió con un gesto de la mano y subió corriendo las escaleras para bañarse e irse a dormir. Yo me crucé de brazos, con la mirada perdida en el pasillo y recargada en el marco de la puerta.
—¿Y cómo vas con la mudanza? —me preguntó entonces Mark.
—Cansada —resoplé—. Hoy empaqué lo último y lo llevé a la nueva casa, también empecé a limpiar este lugar —murmuré mientras acariciaba la madera—. Gracias por ayudarme con Charlie.
—Qué va —levantó las manos, restándole importancia—. Sabes que si pudiera salir con ella todos los días, sería el tipo más afortunado de Nueva York. Además, intento recuperar el tiempo perdido —se encogió de hombros.
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Sólo tú.
Romance¿Existe la amistad entre un hombre y una mujer sin que uno termine enamorado del otro? Desde niños Eleanor Evans y Nicholas Hayes han sido mejores amigos y nunca enamorarse del otro había significado un problema. Al menos hasta que sus sentimientos...