Cincuenta y cuatro.

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Me desperté a las seis y media de la mañana como cada lunes. Mis ojos junto con mi cuerpo exigían otros cinco minutos de descanso pero sabía que eso era imposible: si me demoraba tan sólo un minuto más, iba a llegar tarde.

Ese era uno de mis principales conflictos con Nueva York. La ciudad era tan grande y tan rápida que debía de medir mis tiempos con exactitud porque nunca se detenía. No era como Cape May en la que me podía dar el lujo de dormir incluso media hora más y aún así llegar con quince minutos de ventaja. En Nueva York el tiempo nos perseguía casi siempre.

Me paré y tendí mi cama.

Mi habitación no era muy grande pero había espacio suficiente para mis cosas y para la pequeña cuna que había comprado hacía un par de semanas. Había una pequeña ventana que daba a la calle tan sólo cubierta por unas cortinas color perla. En las paredes había algunas fotografías y una repisa con mis libros de Stephen King. Todos los tomos estaban perfectamente alineados y sus páginas un tanto amarillentas reflejaban todas las ocasiones que los hojeé a lo largo de mi adolescencia. A lado de mi cama había una mesita de noche y en el rincón reposaba mi guitarra, la misma que me había obsequiado Mark en mi cumpleaños pasado.

Hacía mucho tiempo que no tocaba y extrañaba sentir las cuerdas bajo mis dedos, no obstante, después de todo lo que había vivido con Mark, lo último que quería hacer era tocarla. Mi primer instinto cuando mi madre la sacó de su caja el día de la mudanza a NY fue tirarla al cesto de la basura. Por supuesto que no lo hice, recapacité y pensé que lo mejor era venderla y sacar unos cuantos centavos de esa mala experiencia pero no pude hacerlo. A pesar de lo que había vivido a lado de Mark, la música fue lo más hermoso y las tardes en las que él pacientemente me enseñaba y en las que componíamos, iban a permanecer por siempre en mi corazón. Eran los recuerdos los que me hacían conservar esa guitarra.

Pensar en Mark me abrumó en poco. Pensar en él implicaba también reflexionar sobre su desaparición y tratar ese tema era un tanto escalofriante para mí. Quería saber dónde estaba. Quería saber qué estaba haciendo. Pero al mismo tiempo lo quería lejos de mí.

Sacudí mi cabeza, tratando de despejar mi cabeza de todos esos pensamientos y me fui a bañar rápidamente. Tenía el tiempo justo y no quería llegar tarde al consultorio. Cuando salí, mi madre y Rachel ya estaban en la cocina desayunando. Mi amiga se veía adormilada y parecía que iba a caer rendida sobre sus tostadas. Mary-Kate parecía estar más despierta que nunca.

Me sirvió una humeante taza de café después de saludarme con un “buenos días, cielo”. Las náuseas ya se iban mitigando poco a poco. En realidad ese día, que oficialmente iniciaba el último trimestre del embarazo, comenzaba a sentirme mejor. Lo más probable era que ya estaba tan acostumbrada a mis ganas de vomitar, al dolor en mis pechos y a mi insistente vejiga, que ya todo se me hacía normal.

—No vuelvo a desvelarme —repuso Rachel.

—¡Vamos! ¡Y ustedes son las jóvenes! —rió Mary-Kate.

—Soy una anciana dentro de un cuerpo joven —se defendió mi amiga, ocasionando que mi madre soltara una carcajada.

Rachel se disculpó y la miré arrastrarse al baño. Segundos después el agua de la regadera se escuchó cayendo y la voz de Rachel gimiendo de dolor se hizo presente.

—¡Maldita sea! ¡Esto está helado!

Mamá se echó a reír con más fuerza.

—¡Creo que nunca podré aburrirme de Rachel! —exclamó.

—Ni yo.

—¿Volverás temprano, cielo?

—No creo. Después de clase tengo reunión con los chicos del periódico. ¿Necesitas entregar algún pedido? Le puedo decir a Nicholas.

Sólo tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora