Cincuenta y siete.

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Adentro el lugar aún era más mono. Paredes blancas con fotos de Roma a blanco y negro y un montón de carteles con frases en italiano. Varias repisas con los mejores vinos de la casa descansaban, uno sobre el otro, con la esperanza de ser escogidos. Mesas con los ya clásicos manteles de cuadros rojos y blancos y el dulce aroma de jitomate y pasta en el aire. Podía escuchar lo que me parecía un acordeón acompañada de una voz en italiano y por un segundo de verdad pensé que estaba en el corazón de Roma.

Habían muchas personas esa noche en el pequeño restaurante por lo que nos acomodaron en el tejado donde teníamos una vista bastante bonita de la ciudad, a pesar de ser un edificio muy pequeño. Éramos los únicos, además de otra pareja, y estábamos acompañados apenas por el acordeón y la voz poeta de una mujer que cantaba en un rincón.

Tal y como lo había dicho Charlie, los menús estaban en inglés y aunque quería impresionarlo un poco con mi italiano de kínder, me sentí un poco aliviada. El mesero, un hombre mayor con un lindo esmoquin, esperó a que ordenáramos con una sonrisa en su rostro. En su chaleco había una pequeña placa con su nombre: Ignazio.

Pronti?* —preguntó en italiano—. ¿Ya saben qué van a ordenar, giovane**?

Todo en el menú sonaba delicioso. En su mayoría eran pastas, carnes y pizza. Se me antojaba todo y como no me decidía terminé pidiendo Pollo a la Parmigiana y un refresco de cola. Charlie ordenó la clásica lasaña con mariscos y una limonada. Ignazio, el mesero, partió con los menús y las órdenes devuelta a la cocina.

El viento soplaba quedo y movía de vez en cuando los manteles. La mujer seguía tocando su acordeón, sintiendo la música correr junto con su sangre en su interior. Sus ojos permanecían cerrados mientras estrujaba rítmicamente el acordeón entre sus brazos. Su voz sonaba grave y cargada de sentimiento. Como dije antes, tenía un italiano de kínder y apenas era capaz de captar una que otra palabra.

—Cuando te concentras frunces el ceño, ¿lo sabías?

Fruncí el ceño, desconcertada y me eché a reír.

—No, no lo sabía. Eres el primero que me lo dice, ¿alguna cosa más?

—Huh, déjame pensar —balbuceó—. Cuando mientes te pones roja como una manzana.

—Me sonrojo a la menor provocación —me defendí.

—Ya lo creo, E. ¿Qué te pareció el lugar? Nada pretencioso, nada francés, menús en inglés.

—Creo que es muy romántico… Las luces… La música… —dije, mirando a la mujer por un segundo.

Charlie se quiso inclinar sobre la mesa para besarme pero se detuvo al ver llegar nuestras bebidas. Ignazio prometió volver con nuestros platillos en un momento y después se perdió escaleras abajo. Como lo había prometido, el mesero regresó con nuestra comida y comenzamos a cenar tan pronto como se fue el hombre. Mi pollo estaba delicioso y después de robarle un poco de lasaña a Charlie, pude comprobar que ese era el mejor lugar de comida italiana al que había ido.

Conversamos esa noche, escuchando la música de la italiana de ojos tristes, y reímos mucho. Hablar con Charlie era uno de los placeres más bonitos en la vida y me daba mucho gusto saber que me quedaba toda una vida para escuchar el sonido de su voz.

Cuando terminamos, Ignazio volvió por nuestros platos y con el menú de postres. A pesar de que estaba a reventar por mi pollo, Charlie, en contra de lo que le había dicho, ordenó dos pasteles de chocolate.

—Creo que voy a explotar —repuse, al probar el primer bocado del pastel. El chocolate se derritió por sí sólo en mi boca y pensé que ya había llegado al séptimo cielo—. Tal vez explote y hoy tengas la oportunidad de conocer al bebé, después de todo, Charlie.

Sólo tú.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora