Capítulo 9:

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[Hoseok]

Aún días después, a solas en la seguridad de mi casa, podía sentir su gélido aliento contra mi cuello. Sí, tenía miedo, pero no era nada en comparación a lo que sentí en ese momento cuando se inclinó sobre mí. No reaccioné, no hice nada más que quedarme quieto. Podría haberme mordido, podría haberme matado ahí mismo sin que yo me hubiera siquiera defendido.

Quizás mi familia tenía razón y yo no servía para esto.

Con todo lo sucedido no podía sentirme tranquilo en ningún lado, me sentía observado todo el tiempo, como si aquel chico estuviera espiándome para asaltarme en el momento más inesperado. Era insoportable, una angustia constante. Y yo me había metido de lleno en un pueblo lleno de todos ellos.

¿Qué me pasaba? ¿Desde cuándo me había vuelto tan imprudente? Ah, sí, desde que mis padres decidieron sacarme del colectivo de cazadores por considerarme inepto para tal tarea. No lo dijeron con malas palabras, pero aún así me molestó en cantidad, sobretodo después de ver como mis amigos, aquellas personas con las que había crecido, cada vez eran requeridos para más misiones, más grupos, algunos incluso viajando al extranjero, y yo me pudría en casa documentándome sobre aquellos seres que conseguían paralizarme con solo su presencia.

Quizás no les guardaría tanto terror si no fuera consciente de las abominables locuras que eran capaz de cometer. Desmembramiento y desangramientos diarios, rehenes humanos metidos e cajas que utilizaban para beber cuando se les antojaba, fiestas a las cuales llevaban cantidades enormes de personas para liberarlas en la sala y divertirse cazándolas, e incluso, decían que algunos utilizaban los huesos de sus víctimas para jugar al béisbol, tenis o algún otro deporte. Era simplemente horrible.

Pensar que ese chico había hecho tantas cosas, me revolvía el estómago. Park Jimin era imponente, no parecía amigable, tan solo educado y distante, por lo que no se me alejaba mucho de cualquier imagen que quisiera darle, pero su hermano era todo lo contrario. Su hermano era adorable.

¿Desde cuándo los vampiros eran tiernos? Había escuchado sobre vampiros hermosos, preciosos, imponentes y despampanantes, pero jamás me topé con uno que desprendiese dulzura con cada gesto, jamás hasta ese momento, claro. Era heladora la inocencia que guardaba en su risa, la misma que podría tener un niño de seis años.

No entendía cómo podía haberme olido pensando en comerme mientras hablaba con toda la tranquilidad del mundo, como si fuéramos amigos. Dejaba entreveer una falta de empatía tan grande, una ausencia de sentimientos, que me helaba las venas con solo pensarlo.

Suspiré y me puse en pie de un salto, dejando la abolladura que mi trasero había dejado en el sillón, a mi espalda, y caminando hacia el pequeño balcón que destacaba en mi piso. No era grande, apenas cabían dos personas, pero a mí me bastaba y sobraba con aquel pequeño espacio. Saqué una cajetilla de cigarrillos y me encendí rápidamente uno, apoyándome en la barandilla al tiempo que intentaba relajarme.

No llevaba nada más que una camiseta blanca de manga corta. El jersey de aquel día en la lavandería, lo tiré rápidamente a la basura. No quería ni verlo, y mucho menos sentirlo sobre mí. De hecho, si por mí fuera lo habría quemado, y eso era lo que tenía pensado hacer en un momento, pero la pereza me venció y decidí que el camión de la basura ya se encargaría de terminar con aquella prenda.

Sonreí imaginando como se iría desgarrando la tela mientras aspiraba y echaba el humo con lentitud, cada vez más lentamente que la anterior, sintiendo como mi cuerpo iba relajándose a cada calada. Aún tenía aquella leve intranquilidad rondándome por dentro, pero no la sentí despertar del todo hasta que un sonido en lo alto del tejado me alertó, y seguidamente un par de piedrecitas descendieron por él hasta rebotar contra la barandilla de mi balcón y caer al suelo.

Pegué un gritó de forma inconsciente y lancé el cigarro casi terminado al suelo de la calle, asomándome de inmediato a esta, mirando hacia arriba y hacia abajo. El edificio contaba de cuatro pisos, y este último era el mío, por lo que si había realmente algo en el techo de la estructura, yo sería el habitante más cercano a él.

Y aunque no parecía que algo fuera a suceder, aprovechando que ya no existía más cigarro que fumar, eché un último vistazo, comprobando que la noche seguía igual de vacía y silenciosa que segundos antes, y me metí de nuevo en casa, cerrando las puertas del balcón por dentro.

Esa noche, la daga más afilada de todas las que invadían mi maleta, se convirtió en mi peluche.

Jz%

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