30.- Mi esquina en la habitación.

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Ya era mi tercera vez en el día acá, parada, pasando más de media hora de esa forma. Ya los pies no los sentía, y mis dedos se retorcían para olvidar el dolor por la posición y el tiempo.

El lugar era estrecho, antiguo y frío, además de oscuro.

Me tenían aquí en esta esquina la mayoría del tiempo. Era considerado un castigo por "hablar de más". Realmente sentía que era para librarse de mí y no tener tantas responsabilidades. En el orfanato habían muchos niños, y librarse de uno era un alivio.

En fin, ya llevaba aquí más de 40 minutos. Cuando me dolía demasiado el cuerpo contaba hasta 60, y me decía que si podía durar un minuto más, podría la hora entera.

Intentaba cantar en mi cabeza un buen rato, ya me había aprendido mucha música por lo mismo. O si no jugaba con mis dedos, entrelazándolos y pensando sobre cualquier tema.

Este lugar podría ser frío, antiguo, estrecho y oscuro. Pero todos los niños cambiaban esas cosas, pues con su alegría lograban dar vida a esta pocilga.

Esta esquina antes era luz. Con mi optimismo lograba alumbrar el lugar y no aburrirme, ni sentir dolor. Yo era alegre y les hacía ver a las señoras que yo no me cansaría de ser yo, que mi espíritu era libre y que ellas no podrían retenerme.

Que sea oscura esta parte no significa que nunca antes haya tenido luz.

Los pequeños sentían fuerza al verme, al igual que vitalidad. Los hacía ver que esto no era tan malo como se veía. Que siempre uno debía ver el vaso medio lleno.

Eso a las señoras les molestaba, y llegaban a castigarme hasta tres horas parada sin hacer nada. Y si se repetía mi rebeldía, otras tres horas más. Me odiaban y era muy notable.

Todos los días me castigaban. Talvez sin ponerme un dedo encima, pero igualmente sus castigos eran horribles. Como el de ahora, mi esquina en la habitación.

En cada momento perdía la fe en mí. Me apagaba de a poco, por cada hora acá parada, recibiendo comentarios desalentadores y desagradables de parte de ellas.

Y así fui llegando a ser como esta esquina; pequeña, sin alma, fría y oscura. Era fácil llegar a oscurecerce, pero difícil alumbrarse.

Quería irme de aquí y no volver. Y si lo hacía, era para salvar a todos estos pequeños que nada de culpa tenían de la amargura de los mayores. Quería que fuesen como lo era yo, con esa intensidad y vitalidad. Bueno, como lo era antes.

Los niños al tiempo notaron que yo no ponía "peros" en los retos, y que ya me resignaba a irme a la parte de soledad del cuarto.

Y les agradezco mucho, porque cuando estaba ahí y lloraba en silencio, ellos pasaban a mi lado y me susurraban palabras de aliento, o me entregaban papelitos con letras inspiradoras. Eso me hizo volver a lo que era, y a lo que siempre debería ser.

Y como ya dije, era mi tercera vez en el día, por ser yo. Los pies no los sentía y mis dedos se retorcían para olvidar el dolor por la posición y el tiempo. Pero no me importaba, porque saldría de aquí en menos de una hora y podría ser yo, ser lo que los niños me invitaban a ser y lo que yo quería.

Y el lugar era estrecho, antiguo y frío, además de oscuro, pero eso no te da a saber que nunca haya tenido luz aquella parte, mi esquina de la habitación.

Abre los ojos, Pega un gritoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora