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No cesaba de darle vueltas a lo acontecido. No había dormido. No sabía qué cable se le había cruzado para haber actuado de aquella forma. Hacía muchos años que no oía ése insulto de boca de nadie, aunque su subconsciente no parase de repetírselo una y otra vez, y había aprendido con el paso del tiempo a no dejarse llevar por su carácter. A sus veintinueve años presumía de tenerlo todo bajo control y aquella explosión de furia le hizo revivir viejos momentos. Comportarse de aquella forma tan cruel, jamás le había preocupado. Pero era cierto que la niña no tenía que pagar sus errores. Había actuado igual que su madre y sentía un sentimiento de repugnancia que le carcomía por dentro. Se había pasado toda la noche recorriendo la ciudad con su moto de gran cilindrada a toda velocidad y hubo un momento en que se dio asco a sí mismo por ser tan hábil conduciendo y no haberse chocado contra algo poniendo fin a su agonía. Y ahí estaba. Iba a hacer algo que jamás en su vida había hecho. Disculparse. Tragó saliva y llamó al timbre. La puerta se abrió.

-¿En qué puedo ayudarle?- Una mujer preciosa lo contemplaba con interés detrás de unos ojos color miel.

-Yo... eh... ¿se encuentra la señorita Isola?- La mujer levantó la cabeza extrañada.

-¿Isola? ¿No es muy pequeña para usted?- Dominic frunció el ceño confundido. La mujer se cruzó de brazos.- ¿Qué quiere de Isola exactamente?

-Quería entregarle un paquete.- No sabía por qué hablaba casi a la defensiva, ¿sería posible que aquella mujer le intimidase?

-Pues lo siento. No se encuentra aquí.- ''Mejor así'' pensó Dominic, se desharía de ese sentimiento de ridículo y vergüenza en menos que cantaba un gallo. No sabía si sentirse decepcionado o aliviado. Cogió el paquete y se lo ofreció.

-Entréguele esto de mi parte.- Su tono autoritario volvió a salir y comprobó que la mujer se sorprendió.

-Puede entregárselo usted mismo. Están en la playa.- Acto seguido le cerró la puerta en las narices. Dominic se quedó contemplando el cristal durante unos segundos, después reaccionó. No estaba acostumbrado a recibir órdenes, normalmente todo cuanto decía, se hacía, y así era como debía de ser. Se dio la vuelta y pensativo, se montó en la moto, se colocó el casco, y sin saber por qué, emprendió el camino hacia la playa. Después de recorrer el paseo durante unos minutos, le pareció que era el momento de cumplir con su cometido. Si volvía al hotel sin haber entregado el paquete, su conciencia volvería a torturarle. Aparcó la moto y comenzó a adentrarse en la arena. Ni siquiera se quitó las botas, aquello no debía suponerle mucho tiempo.

Ayna estaba sentada en una silla mirando a su hermana. La niña no había dormido en toda la noche, lloraba y lloraba por su cuento y por el príncipe embrujado. Ella no sabía cómo consolar a una pequeña cuyas ilusiones se habían esfumado. Descubrir a tan tierna edad que la persona considerada un héroe no existía debía ser lo más horrible que le podía pasar a una niña. Así pues le prometió llevarla a la playa y de esa manera, desviar su punto de atención, algo que por el momento estaba dando resultado. No dejaba de asombrarse por la magia que tenían los niños para recomponerse y transformar lo doloroso en alegría. Iba y venía, llenaba un cubito de agua, lo vaciaba y lo volvía a llenar. Estaba haciendo un castillo. Se sentía culpable por haber creado esa fantasía para ella. Notaba que era una espiral en la que ella caía cada vez más alejándose de la realidad. Una sonrisa triste acudió a sus labios y se obligó a centrarse en el libro que estaba leyendo.

-Muy bien.- Isola contemplaba con satisfacción cómo estaba quedando su castillo. La arena la rodeaba completamente mientras hacia la muralla que lo protegería del ataque de los invasores, o lo que era lo mismo, el agua. De pronto una sombra tapó su maravillosa construcción, y miró hacia arriba. Se asustó.

El Caballero OscuroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora