U N O

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Nunca entendí cómo todo el mundo siempre supo qué quería ser de mayor. No logro comprender cómo a los 18 años ya sabes qué hacer con tu futuro. Seguramente para muchos era fácil, porque si no lo fuera, entonces en estos momentos habrían muchos más personas a la deriva sin saber qué hacer con sus malditas vidas al salir del colegio. 

Yo formaba parte del reducido grupo de jóvenes que terminan su último año de la secundaria y se quedan estancados, sin poder decidir por sí mismos lo que quieren. No me avergonzaba admitir que no tenía ni una reverenda idea sobre lo que deseaba estudiar y en lo que luego pensaba trabajar, y tenía mis razones. Principalmente la excusa de que era una persona demasiado indecisa y poco madura para la edad que se supone que tenía.

No habían pasado más de dos semanas desde mi graduación y yo era la persona más tranquila que pudiera existir, en cierta forma estaba bastante agradecida de mi manera tan poco factible de planificarme. La mayoría de mis compañeros en estos momentos estarían sentados en el sofá, mirando de reojo la puerta principal de sus casas, esperando ansiosos por la carta de aceptación en la universidad, aquel papel que ponían en juego todo lo que surgirá en tu vida en los próximos dos meses.

Pero yo no tenía nada por lo que preocuparme o esperar con nerviosismo cada día. No se puede esperar un sobre con el sello de la universidad cruzando por la puerta cuando ni siquiera has iniciado el proceso de postulación. Básicamente estaba en un vacío. 

A mis padres la situación no les parecía del todo convencional, pero tampoco parecían querer exigir algo que con gran evidencia no estaba dispuesta aún a desarrollar, y finalmente, terminaron optando por otorgarme libre albedrío. Podía trabajar o explorar mis habilidades e intereses todo un año si así lo quería, con la silenciosa esperanza de que tomara una decision cumplido el tiempo límite. 

Si quería estudiar o trabajar, eso era lo que tenía que averiguar y no estaba muy segura de que un año sería tiempo suficiente para tomar una decisión tan importante. Después de todo era de mi futuro de lo que se trataba todo esto y me asustaba equivocarme, lo admitiera o no. Pero no tenía otra opción más que tomar la oferta esperando que tarde o temprano darme cuenta de que el camino que debía seguir siempre había sido el convencional y solo debía dar el siguiente paso, ya fuese un año después que el resto. 

Pero con 18 años, todas esas ideas terminan abrumandonos, el paso del tiempo y lo rápido que parece moverse cuando tú sientes estar atascado en el mismo lugar, y haces lo mejor que sabes hacer: huir del problema. 

(...)

Sacudo la cabeza de un lado al otro, alejando cualquier pensamiento agobiante y pongo atención en lo que mi madre grita desde la cocina.

—¡¿Alguien puede venir a darme una mano?!

—¡Yo voy!—me apresuro a decir, antes de que mi padre tuviera la intensión de salir de su habitación.

Aunque si lo pensaba mejor, probablemente él tampoco tenía siquiera las ganas de moverse de la cómoda cama en la que dormía la siesta. Apresurarme no tenía sentido, era la única que acudía a los llamados en la cocina de cualquier manera. 

Me asomo por la pequeña sala de estar y disfruto de la graciosa postura de mi madre. Está con una gran cacerola en sus manos, haciendo equilibrio por mantener dentro el contenido desconocido, al mismo tiempo que con el hombro sujeta un sartén que se está cayendo del mueble y con el pie intenta mantener medio abierta la puerta del horno.

Tomo el sartén para dejarlo de donde se había caído y con una mano sujeto la puerta del horno para que ella pueda poner con tranquilidad la gran cacerola sobre la estufa.

—¿Qué estás haciendo?—pregunto echando un vistazo dentro del horno; no hay nada.

—El postre  especial de la abuela

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