El puñal en la herida

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Sofía estaba inmóvil frente a él, dándole la espalda, como si no supiera dónde ir. Comenzó a ensayar en su mente varias maneras de empezar la conversación, pero ninguna le parecía satisfactoria. Hasta que se dio cuenta que ella respiraba como si le faltase el aire.

- Sofía, ¿estás bien?

Sofía se volteó lentamente hasta enfrentarlo. Sonreía, pero algo en su mirada delataba una inquietud poderosa.

- ¿Sergei? Qué sorpresa, tanto tiempo

Al pincipio le chocó el tono coloquial de su saludo, pero comprendió rápidamente que sólo repetía una fórmula aprendida para salvar el momento incómodo.

- ¿Estás bien? - insitió - Iba a saludarte, pero saliste corriendo, ¿ha pasado algo malo?

- Oh, no, nada. Una falsa alarma; pensé que estaba atrasada para una cita y que se me había pasado la hora sin darme cuenta, pero al llegar a la puerta recordé que habíamos cambiado el encuentro para más tarde.

"Una cita", pensó y no pudo evitar recordar al novio imaginario con el que había intentado despacharlo la primera noche en la gala. 

- Ya veo. - dijo, divertido - Qué bien. Por un momento pensé que ibas huyendo de mí.

No pudo evitar reírse, más aún al advertir que Sofía fruncía el ceño y respondía, airada:

- No. No te había visto.

- ¿Segura? Juraría que me estabas mirando.

- Tú me mirabas a mí; yo sólo trataba de saber quién eras, pero no te reconocí hasta ahora.

- Es cierto. Desde que te vi entre el público no fui capaz de quitarte los ojos de encima. Estás francamente preciosa.

Era cierto. Más ahora que volvía sobre su tez el rubor que siempre delataba su vulnerabilidad  y que la volvía tan atractiva para él. La vio esconder la mirada para buscar desesperada algún distractor en su cartera, sin ningún éxito, y sintió deseos de tomarle la manos y obligarla a mirarlo a los ojos. Sin embargo, se quedó esperando a ver qué hacía. Al fin, derrotada por una miserable cartera vacía, se vio obligada a mirarlo otra vez.

- Gracias. Bueno, ya tengo que irme.

¿Dejarla ir? Claro que no, pensó. La tomó del brazo como si fuese a escapar

- No, no, no, no, de ningún modo, - le dijo - Tú cancelas esa cita como hace algún tiempo cancelaste a tu amigo imaginario y te vienes conmigo a tomar un café.

- No, pero, ¿y tu amiga?

- ¡Ajá! Entonces sí me estabas mirando

- Ya te dije, sólo para saber quién eras

Quién era. Si supiera quién era, ya no habría conversación. Sin embargo, alguna idea tendría, después de todo. Habían empezado a caminar lentamente agarrados del brazo, ahora en silencio por algún rato, hasta que él se animó a preguntar

- ¿Y sabes quién soy?

Sofía se detuvo repentinamente y soltó su brazo del de él.

- Creo que debes volver con tu amiga.

- No. - respondió el, recogiendo rápidamente el brazo de Sofía, antes de que escapara - Creo que debo salir contigo. Te debo una explicación.

Ambos se miraron y reanudaron su camino sin decir nada. Sergei no sabía hasta qué punto podía dar explicaciones sin ahuyentarla, pero entendía que no podía fingir que nada había pasado. Sofía interrumpió el silencio.

- Muy bien - dijo, de pronto - Vamos a hablar en serio, entonces.

- Muy en serio.

- Nada de mentiras.

- Nada de mentiras.

Caminaron otro poco. Hasta ahora todo lo que habían hablado era falso. ¿Podría ella también revelarle algo de su verdad?

- Por cierto, tú también me debes una explicación.

Caminaron en silencio algunas cuadras. Él, tomando nota mental de su gesto impenetrable, de su cabello moviéndose graciosamente por efecto del viento. Ella, mirándole sólo de reojo. Al fin dieron con un café. Se sentaron uno frente a otro, hicieron su pedido y luego él se dedicó a estudiarla con detención. Sabía que la incomodaba su escrutinio, pero realmente le era imposible quitarle los ojos de encima. Llevaba el cabello suelto, ligeramente ondeado por la humedad del ambiente. El rostro apenas maquillado, con excepción de la boca, que se veía aún más apetitosa por el contraste de su piel. Los ojos grandes, inocentes, encantadores, le examinaban de vez en cuando, hasta que el rubor aparecía otra vez y los obligaba a buscar un refugio más seguro.

Sintió de pronto un fuerte deseo de contarle todo. Su vida en Moscú, su padre ausente, su partida y la búsqueda que había iniciado todo. Pero sabía que por ahora eso no era posible. Sofía le fascinaba, pero seguía siendo un enigma para él. ¿Sería realmente una causalidad el que se hubiesen encontrado? 

En algún momento de la conversación, Sofía le confesó que esa noche no iba tras él, sino tras Estela, supuestamente por asuntos amorosos, lo cual no era nada inverosímil considerando que no sólo tenía un amante, sino varios; pero ¿y si todo eso era mentira? ¿y si tenía ahora más información que antes y sólo quería vengarse? Frente a cualquiera de los escenarios sólo le quedaba una cosa por hacer: seguirle el juego y averiguar qué se traía entre manos. Dejarla ir  le parecía inconcebible. Además, siempre cabía la posibilidad de que estuviese diciendo la verdad, y de ser así tal vez, sólo tal vez, podrían estar juntos. Era evidente para él que la tensión que le atraía hacia ella era recíproca. Lo podía percibir en sus gestos, en su rubor, en su mirada, en el lenguaje de su cuerpo. 

Acabó por darle algunas cuotas de verdad; como, por ejemplo, que sabía todo sobre ella. Y mientras la miraba reaccionar  incrédula ante la revelación, pensó que no tenía manera de salir victorioso, porque ella se le había metido dentro de alguna forma. Durante un momento pensó, incluso,  en entregarse, decirlo todo como si fuese la vida o la muerte. Pero, curiosamente, el temor que le detuvo no fue el de descubrir que ella le estaba engañando, sino que se ofendiese a tal punto de no querer verle nunca más. 

La vio temblar de rabia y morderse el orgullo cuando le dio detalles de su infancia, sintiendo que había clavado un puñal en una herida abierta. Luego vino su silencio, más castigador que cualquier palabra. Finalmente supo en alguna parte de su cuerpo que ella decía la verdad, que era auténtica, que era frágil como él, y al mismo tiempo que era la única que podía amainar su propia herida. Sintió de pronto que había vivido en vano, que nada de lo que había hecho le hacía feliz, y que lo único que encendía su espíritu y su cuerpo era esta mujer, de quien no podía saber si sería su perdición o si lo salvaría de la vida gris que llevaba; sólo había una cosa segura: la necesitaba desesperadamente y haría cualquier cosa por mantenerla a su lado. 




El caso 22Donde viven las historias. Descúbrelo ahora