Don Giovanni

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Dicen que la primera herida al orgullo no se olvida jamás, y para Sofía esto era particularmente cierto. Durante los primeros meses se entretuvo tratando de buscar información relativa a su último caso, pero al no hallar nada concluyente acabó por renunciar a la tarea. Nuevos trabajos requirieron su atención, los años cayeron lentos uno sobre otro y de pronto se dio cuenta que sólo ella recordaba el episodio. 

Cinco años bastaron para dar un giro en su vida. Cambió de ciudad y de trabajo; aburrida de tener jefe, abrió una oficina particular en la capital y se entretuvo fotografiando a adúlteros, devolviendo a sus hogares jóvenes fugitivos y perritos extraviados. En realidad no era un trabajo muy excitante, pero le permitía decidir sus horarios y cobrar el doble. Sin ir más lejos, su último cliente, un honorable juez de la república, había pagado por anticipado lo que ella normalmente ganaría en tres meses para que siguiera a su esposa, de la cual sospechaba que le era infiel.

La mujer había dado todas las típicas señales del adulterio: se ausentaba repentinamente sin dar explicaciones, presentaba coartadas falsas y ya había agotado dos frascos de perfume durante el último mes. Era una señora bastante joven, en comparación con el honorable, pero tenía fama de buena abogada entre los círculos sociales altos y se la consideraba una dama de respeto.

Esa noche de torrencial lluvia, la señora había salido de su casa camino al teatro, aparentemente para disfrutar de la ópera Don Giovanni. Se sentó en el palco habitual, sola. Sofía, sentada convenientemente cerca, la observaba con disimulo, esperando la llegada del supuesto amante. Pasó todo el primer acto sin que nadie llegara, pero apenas inició el segundo acto alguien se presentó.

Era un hombre, evidentemente, pero no lograba verle bien, pues traía puesta una bufanda que le cubría parte de la cara y la iluminación era lo bastante pobre como para revelar algún rasgo importante. Trató de acomodar disimuladamente su cámara para tomar alguna foto, pero  ningún gesto entre ellos revelaba romance, salvo el cuchicheo que mantuvieron durante todo el resto de la noche y una que otra risa ahogada. 

Agotada de tratar de ver algo sin éxito, se permitió durante un rato distraerse con la ópera. Don Giovanni lo estaba pasando feo con su convidado de piedra y por alguna razón a Sofía le causaba gracia que al menos un adúltero pagara sus culpas o se pusiera en evidencia. Cuando volvió la vista hacia el palco vecino, se encontró de lleno con la mirada del hombre de la bufanda, quien la examinaba sin tapujos. 

Al principio pensó que se había puesto en evidencia por alguna razón, pero pronto se dio cuenta que la dama ni siquiera había reparado en ella. La insistencia de la mirada le hizo pensar que tal vez el hombre la conocía de alguna parte; no sería raro, después de todo en su trabajo trataba con muchas personas ligadas al mundo de las leyes. Además, había algo en esos ojos que le recordaban a alguien, aunque no sabía a quien. 

Tras fingir largo rato que no se había percatado de su observador, acabó por enfrentar su mirada de lleno, casi con un gesto de impaciencia.  Fue entonces cuando el hombre se quitó la bufanda y pudo reconocerlo. Ahí mismo frente a ella estaba esa sonrisa endemoniada que la había perturbado tanto algunos años atrás, riéndose nuevamente de ella y de su situación. 

Se quedó helada y con la mente en blanco, sin saber qué hacer. De pronto la gente empezó a aplaudir porque a don Giovanni ya lo habían mandado al infierno y las luces del teatro se encendieron. Alcanzó a verle a plena luz una vez más y ya luego no supo por qué ni cómo la fugitiva era ella. Se vio corriendo escaleras abajo como si se la llevara el diablo y luego de tropezar con cuanta gente se cruzó en su camino, detenerse en la puerta de salida. La lluvia ya había pasado. Tomó todo el aire que le cupo en los pulmones y trató de pensar.

¿Por qué estaba huyendo? No era ella la adúltera, tal vez no era el mismo tipo, pero era igual y la miraba tanto que seguro que sí era, pero qué estaba haciendo ahí y con esa señora y por qué la miraba tanto y por qué la sonrisa maldita del desgraciado, de seguro le hacía gracia haberla descubierto nuevamente en su rol de investigadora, le haría gracia seguramente haber hecho de ella la burla de sus compañeros, pero ¿acaso tenía que volver?, porque no tenía pruebas de nada, pero él ya la había visto y cómo iba a sacarle pruebas ahora, tal vez lo mejor era irse y fingir que ha sido una desagradable coincidencia encontrarse en la ópera, porque por qué no le va a gustar la ópera a ella, acaso no le puede gustar la ópera, pero ya salió corriendo y eso no fue normal...

- Sofía, ¿estás bien? 

Media vuelta. Mirar lo más tranquilamente posible esos ojos perturbadores. Contener la respiración y sonreír inclinando un poco la cabeza hacia un lado.

- ¿Sergei? Qué sorpresa, tanto tiempo

- ¿Estás bien? Iba a saludarte, pero saliste corriendo, ¿ha pasado algo malo?

- Oh, no, nada. Una falsa alarma; pensé que estaba atrasada para una cita y que se me había pasado la hora sin darme cuenta, pero al llegar a la puerta recordé que habíamos cambiado el encuentro para más tarde.

- Ya veo. Qué bien. Por un momento pensé que ibas huyendo de mí.

Sergei soltó una carcajada que a Sofía no le hizo ninguna gracia.

- No. No te había visto.

- ¿Segura? Juraría que me estabas mirando.

- Tú me mirabas a mí; yo sólo trataba de saber quién eras, pero no te reconocí hasta ahora.

- Es cierto. Desde que te vi entre el público no fui capaz de quitarte los ojos de encima. Estás francamente preciosa.

Ahí va ese maldito rubor involuntario. Sofía trata de esconder la cara fingiendo que busca algo en su cartera, pero no tiene nada que buscar así es que no le queda más que devolver la mirada. 

- Gracias. Bueno, ya tengo que irme.

- No, no, no, no, de ningún modo, - dijo el, tomándola repentinamente del brazo y caminando con ella hacia la calle - Tú cancelas esa cita como hace algún tiempo cancelaste a tu amigo imaginario y te vienes conmigo a tomar un café.

- No, pero, ¿y tu amiga?

- ¡Ajá! Entonces sí me estabas mirando

- Ya te dije, sólo para saber quién eras

Sergei se quedó en silencio un instante y luego de mirarla por un momento mientras caminaban, le preguntó

- ¿Y sabes quién soy?

Sofía se detuvo y soltó su brazo del de él.

- Creo que debes volver con tu amiga. 

- No. - respondió el, categórico, recogiendo nuevamente el brazo de Sofía con delicadeza - Creo que debo salir contigo. Te debo una explicación. 

Sofía no supo bien qué decir. Reanudaron la marcha en silencio, él mirándola de reojo y ella con la vista clavada en el suelo. 

- Muy bien - se animó a decir, al fin - Vamos a hablar en serio, entonces.

- Muy en serio.

- Nada de mentiras.

- Nada de mentiras. 

Caminaron otro poco en silencio, hasta que él lo interrumpió

- Por cierto, tú también me debes una explicación.


El caso 22Donde viven las historias. Descúbrelo ahora