El deseo

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"Muy bien, vamos a hacer un trato. Tú no haces preguntas sobre mí por un buen tiempo, y yo te ayudo con la beata". Por alguna razón, que ahora no acertaba a comprender, la idea no le pareció tan descabellada en su momento. Sería que la fuerza persuasiva de Sergei estaba más en su mirada que en sus argumentos, o más bien en la pérdida sostenida de sus propias habilidades intelectuales cada vez que se encontraba frente a él. Siempre le parecieron tan estúpidas las niñas que caían en los brazos de los galanes de teleseries  o de películas hollywoodenses, y ahora mismo no podía evitar verse a sí misma como protagonista de una escena ridícula y vejatoria. 

Estúpida o no, ya estaba hecho. Incapaz de razonar, tal vez huyendo de la verdad que asomaba tras sus palabras, había preferido aceptar el trato y deshacerse de él lo más pronto posible, no verlo más, nunca más, volver al refugio del departamento, de la soledad, del silencio. Se sentía humillada y torpe. Su triste situación hubiese sido menos ridícula si no le hubiese llegado precisamente de la boca de Sergei. Quién es la estúpida ahora, parecía gritarle su orgullo, riéndose en un rincón de su habitación. Recordaba entonces la impresión de banalidad que le había causado el músico y lo fácil que le fue creer en su superficialidad, la sensación de claridad y luego la mentira, la propia estupidez, la humillación pública y ese maldito sentimiento de atracción que le hacían desear a la persona que más podía reírse de ella en su propia cara si lo quisiera.

Eso, eso era lo que le molestaba más. Su propio deseo. Sus fantasías nocturnas de acercarse a su rostro y escucharlo respirar en medio de la penumbra; su deseo de tocar esa boca carnosa y suave con sus propios labios, de sumergir su mano entre los cabellos dorados y perderse en la mirada azul de sus ojos inteligentes. El deseo. Tan controlado, tan sometido y disciplinado antes, y ahora, precisamente ahora, tan desbocado. El miedo se apoderó de ella. Él podía hacerle mucho daño. ¿Lo sabría? ¿Sería acaso tan evidente? Atea y todo, la asaltaron de pronto unos súbitos deseos de ponerse a rezar para pedir que eso no fuese posible, que no, que no pudiese verla tan transparentemente. Desde luego, no lo hizo, pero en cambio sacó su cuaderno de anotaciones y trató de poner sus ideas en orden, para que el enemigo no la hallase desprevenida la próxima vez.

"Te necesito", había dicho el enemigo. Y su mano tomando la suya, sus ojos fijos en los de ella, ese mechón que le caía sobre la frente, la bufanda roja y los ojos marinos, todo conspiraba en la anulación de su voluntad. Ahora, sentada frente a la ventana de su departamento insomne, miraba la ciudad nocturna  apagarse lentamente, tratando de descifrar en el humo de su cigarro las intenciones de su captor.  Las cuerdas de Yo-Yo Ma sonaban como una memoria no cumplida en su deseo; poco a poco se fue dejando llevar por el sueño, teñido de memorias de detalles, aromas, momentos, hasta desaparecer en la noche negra de la inconsciencia. Y soñó. Soñó con su enemigo sentado frente a ella, escrutando su mirada en silencio, riendo a carcajadas y luego susurrando palabras de deseo en su oído. Soñó con su aliento sobre su cara, la boca abierta en un gesto de éxtasis, la noche y la risa, las manos apretando sus costillas, el sonido de los violines gimiendo de placer y  de pronto el puñal que transforma todo en un grito, que no se sabe si es de miedo o de gusto, o de ambas cosas a la vez. La mezcla de la música y del miedo la llevan nuevamente a la realidad. Adolorida, se levanta de su silla, apaga la radio y las luces y se tiende en su cama.

Te necesito. Te necesito, había dicho.

Cerró los ojos. 

"Yo no necesito a nadie", pensó. Respiró profundo y se entregó al descanso.

El caso 22Donde viven las historias. Descúbrelo ahora