•Capitulo 1. La reconciliación.

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JAMES STANTON.

Lunes.

Las vacaciones de invierno habían terminado, y la prueba de ello era el embotellamiento de la entrada para el estacionamiento de la Universidad de Boston, daba las gracias al cielo que se le había ocurrido pararse quince minutos antes; no era muy fan de pararse temprano y mucho menos aun más temprano que lo usual, pero había valido la pena, si no en este momento estaría apretujando a su amada dama en un puesto en donde podría salir dañada; los puestos que siempre quedaban para aquellos perezosos como él, que siempre esperaban hasta el último momento para despertarse, siempre eran los peores, los más alejados, y no me pregunten por qué, pero parecían siempre más pequeños y apretujados. Se imagino por un momento tratando de conseguir un puesto decente y de llegar al mismo tiempo puntual a la clase, en una carrera por el campus, se estremeció.

¡Dios bendiga los quince minutos!

El clima estaba fresco, casi frió, después de todo era enero, y en la ciudad de Boston, el cumulo de nubes que en este momento ocultaban el sol se veían grises y pesadas, las cuales seguramente no presagiaban nada bueno, seguro una lluvia torrencial.

Los estudiantes se arremolinaban en los pasillos, las paredes blancas de los corredores estaban cubiertas con información acerca de los nuevo ingreso, el pasillo era un lugar de reencuentro, los estudiantes se saludaban y preguntaban cosas acerca de las vacaciones; entró con facilidad y se dirigió a la parte central del edificio, era la única parte del edificio que tenia sobre el techo una cúpula de vidrio; se dirigió hacia las escalera con un acceso que le dejaría directamente en frente del aula de física 2, su clase favorita.

No fue difícil caminar entre la multitud de gente, con su altura, venia el poder de diluir las masas, a sus casi 19 años contaba con una estatura otorgada por la maravillosa madre naturaleza de un metro y unos formidables ochenta y siete centímetros, era una bendición, y una maldición al mismo tiempo. Lo malo era que no te podías esconder, con su tamaño nunca pasaría desapercibido especialmente en momentos como este cuando deseaba desaparecer.

El motivo de su deseo de ser invisible, pues era por cierto personaje que se acercaba enfundada en un cuerpo pequeño y femenino, de cabello dorado y castaño; y ropa tan ajustada como el látex. Laurel, una de las tantas chicas con las que se había enrollado.

Maldecía el día en el que se le había ocurrido pasar un fin de semana entero follando como locos. Bastó que pasaran un fin de semana juntos para que Laurel se convirtiera en su pesadilla. Estaba sentenciado, no podía evitarla, demasiado tarde.

Ella se colgó de su brazo derecho y sonrió.

―Hola James. ―dijo en tono dulzón. Tan dulzón como la ponzoña de víbora tibetana.

―Laurel. ―exclamo secamente, no importaba que tono, postura o cara pusiera, ella no entendía el claro mensaje de que no quería tener nada que ver con ella, esta chica nunca parecía darse cuenta de los timbres de voz y las expresiones faciales, echando por tierra el lenguaje corporal.

Estaba caminando y tratando de soltar su agarre mortal sobre su brazo. No quería ser grosero, no quería violentar el estricto código que le habían inculcado desde muy pequeño; le habían enseñado a hablar con educación ―lo cual no había servido ya que siempre maldecía― como también había aprendido a ser cortés con las mujeres, y a tratarlas como una delicada porcelana, nunca le había hecho daño a una mujer, eso era cierto, ―pero tampoco es que con respecto a las relaciones él fuera muy correcto que digamos― Si las normas que le habían inculcado estuvieran contenidas en un libro, entonces él definitivamente se había saltado algunos capítulos, saben, seguramente ese capítulo que se titulaba: NO DORMIR CON TANTAS MUJERES. Así que básicamente, nada de lo que le habían inculcado con respecto a las mujeres lo había empleado en su vida diaria.

Cicatrices en el Alma [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora