El campo de amapolas

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Kirishima no respondió a la pregunta de Bakugou, sino que se limitó a levantarse del suelo y ofrecer una de sus manos al chico rubio, que se incorporó de un salto, tomando la mano del pelirrojo, mientras se colgaba la cámara analógica del cuello mediante una correa de seguridad y comprobaba el enfoque de las lentes de manera cuidadosa. Aquella cámara tenía una película de doce instantáneas, por lo que no podían sacar más de doce fotos. Eso requería elegir bien los encuadres y enfoques, al igual que la luz.

Kirishima y Bakugou salieron del centro educativo después de pedir un permiso especial para ir a cumplir la misión que su profesor les había encomendado. El director no tuvo problemas en concederles la salida mientras no se alejasen mucho de la academia, llamasen cada poco para comprobar que estaban bien, y no volviesen más tarde del anochecer. Teniendo en cuenta todos estos requisitos indispensables para poder irse del centro, ambos chicos tomaron responsabilidades y se encaminaron hacia uno de los montes que se extendía en la periferia de la ciudad, al que llegaron en un autobús de línea que comunicaba distintos pueblos de la zona con la ciudad.

Una vez que hubieron llegado al monte, Kirishima tomó de la mano a Bakugou y, aún sin decirle nada, emprendió el ascenso por una zona escarpada de la montaña, que desembocaba en una especie de valle donde se localizaba una aldea con campos llenos de flores. Flores rojas. Amapolas.

Ninguno de los chicos había iniciado una conversación desde que dejaron la academia, perdidos en sus propios pensamientos. Tampoco habían hablado sobre lo que había ocurrido la noche anterior, como si todo hubiese sido un sueño extraño, una mala jugada de la mente cansada por los entrenamientos y las clases, aunque ambos sabían que aquello había pasado de verdad y que deberían hablarlo cuanto antes.

El viaje en el autobús de línea fue cansado y monótono. Bakugou se había limitado a ponerse los cascos y escuchar música, mientras que Kirishima paseaba nervioso la mirada por los campos interminables que se sucedían a través de la ventanilla del autobús, concentrándose en la sucesión de colores que desfilaban ante sus ojos. Hacía años que no iba a esos campos, los campos de su infancia, que tanto solía visitar con su madre. Una punzada de dolor hizo que se estremeciese en su asiento, recogiéndose en él, plegándose, queriendo ser engullido por el material cálido en el que estaba sentado. En ese momento, Kirishima sintió como algo tibio le apretaba la mano, y se giró de manera inmediata a contemplar a su amigo rubio, que tenía los ojos cerrados y parecía hacer como que no se estaba dando cuenta de nada, pero Kirishima sabía que le había visto deprimido y por eso le había agarrado la mano, aunque eso mismo Bakugou jamás lo diría en voz alta. Kirishima agarró la mano del chico y la llevó hasta su pecho, sintiendo la calidez que emanaba de la palma de su amigo. Cerró los ojos y, a la vez que una lágrima le resbalaba por sus mejillas, pensó que jamás querría que ese calor se fuese, el calor de Bakugou, esa mezcla de ardor, pasión y profundidad.

Cuando llegaron a su destino, el pequeño pueblo de las afueras les sonrió con su inmensidad dorada y verde de los campos, mientras que la caída de la tarde coloreaba el cielo de tonos sangrientos y hermosos. Todo parecía sacado de una estampa de fantasía. El verdor de los campos en primavera se extendía hasta el horizonte, tamizado por una alfombra ingente de pequeñas flores que se agitaban al viento, en una interminable danza que parecía desprender de ellas una música extraña. Las desperdigadas casas de adobe se encontraban diseminadas por los campos, todas ellas muy parecidas entre sí, grandes ranchos que parecían más estables que muchas de las nuevas moles que se entrecortaban en la lejanía de la ciudad. Desde esa distancia, casi se podría aseverar que la ciudad parecía un sueño lejano donde los edificios eran de cristal, tan frágiles como corazones.

-Me crié en este pueblo de provincias, y desde que era pequeño mi madre me solía traer a ver el atardecer a los campos. ¿Ves aquella explanada toda llena de amapolas?-le indicó Kirishima a Bakugou, apuntando, con el dedo índice, a un campo lejano en el que se veía, como si se tratase de un mar de olas carmesí, un tono intenso de color rojo que lo bañaba todo con su profundidad, confundiéndose con los colores del crepúsculo.

Bakugou asintió con la cabeza mirando a su alrededor. Acostumbrado como había estado desde pequeño a la escalada, sabía apreciar la belleza de los parajes naturales, y aquel en el que estaban en ese momento, tenía que reconocer que era una de las vistas más hermosas que nunca había contemplado. El pueblo natal de Kirishima era precioso, desprendía una aureola mágica, extraña y cautivadora que conmovía, aunque tenía también un aire vago a dolor que flotaba en el aire, disperso entre el olor embriagador y dulzón de las flores. 

-Mi madre solía decirme que el color de las amapolas era rojo porque provenía de la sangre de las miles de personas mutiladas que murieron en ese campo antes de que apareciesen los héroes en la sociedad-la voz de Kirishima era apenas un susurro contenido, una especie de cadencia apagada que se iba flotando en el aire cargado de distintos perfumes de las flores y pequeñas partículas blancas de polen que se posaban en el suelo, como minúsculos copos de nieve.

-Mi padre murió cuando yo tenía cuatro años. Unos villanos asaltaron el pueblo, robaron todo lo que tenían y violaron a algunas mujeres. Mi padre de aquella era un héroe. Murió salvando la villa-los ojos de Kirishima tenían lágrimas que resbalaban por su piel, formando surcos que iban a morir en sus labios agrietados y apretados en una tensa mueca.

Bakugou permaneció en silencio. No había nada que decir. Solo podía agarrar la mano de su amigo y mirar al frente, a esas amapolas de color de sangre, a esas flores que se llevaron la sangre del padre de Kirishima y, más tarde, la cordura de su madre. 

Y no saber nada [kiribaku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora