Fuego frío

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Nota: Aunque mi idea original había sido extender el fanfic a cuatro capítulos más, al final, serán seis capítulos, ya que, por especial petición de un amigo, voy a ampliar la vida, no solo de Todoroki, sino de Kirishima. Así que espero que lo disfruten.

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Hacía once años ya desde que Endeavor había decidido entrenar a Shoto y le había tocado por primera vez; cinco, desde que su madre se había alejado conscientemente de su hijo, alegando no poder soportar estar a su lado, arrojándole aceite hirviendo a su rostro en un ataque de ansiedad, que le supuso una horrible paliza que la dejó en coma por dos semanas en un hospital cercano, algo que el niño nunca entendió del todo; y un año desde que comenzó a utilizar cualquier tipo de sustancia para acallar el dolor que sentía por dentro.

Shoto se reclinó en su cama, sentándose en ella, mientras se arremangaba la sudadera azul marino que utilizaba en los entrenamientos con su padre. Ese día no habría entrenamiento. Un amigo de la familia de Endeavor iría a visitarlos esa noche junto con su hijo mayor, así que Shoto tenía el día libre, hecho que, internamente, agradeció el chico y lamentó por partes iguales. Los entrenamientos eran duros y agotadores, saliendo de ellos siempre con numerosas heridas y, algunas veces, con graves contusiones y algunas costillas rotas. Sin embargo, ese dolor físico que lo asaltaba en cada golpe, en cada herida, hacía que se olvidase, por unos segundos, de ese otro dolor que era mucho más punzante: el dolor psíquico. 

El chico de los ojos bicolores soltó un suspiro de frustración, mientras miraba sus brazos largos y delgados, recorriendo, con una de las uñas del dedo índice del brazo izquierdo, una vena que se veía en su piel, con esa mezcla de colores entre azules y verdosos, un río de aguas contaminadas que surcaba su cuerpo, llevando, en su suciedad pantanosa de desecho, un dolor atroz que iba directo hacia el corazón del chico, y que le parecía que, a este paso, se acabaría convirtiendo en una masa sanguinolenta sin sentido, putrefacta de moho, muerta en vida.

De un salto, el joven bajó de la cama y tomó una caja de madera que su madre le había regalado cuando cumplió los diez años. Rei le había contado que, si todas las noches escribía un deseo en un papel y lo guardaba en ella, y, luego, exponía la caja a la luz de la luna en la repisa de su ventana, sus deseos se acabarían convirtiendo en realidad. Shoto hizo eso durante dos largos años hasta que acabó convencido de que los deseos no se cumplían, al igual que tampoco existía la esperanza. Ahora, la caja era utilizada para guardar otras cosas, esas que le hacían sentir que podía haber una salida, una liberación, pero solo momentánea. 

El chico utilizó una llave que llevaba siempre consigo, en el bolsillo de su pantalón de chándal, y abrió la pequeña cerradura, asiendo la caja por la tapa de madera, la cual levantó sin contemplaciones, para quedarse mirando el contenido de ella. Soltó un grito de frustración. Casi se estaba quedando sin jeringuillas, así que sacó una bolsita de plástico pequeña con una sustancia en polvo de color anaranjado. Hoy no podría inyectarse, así que tendría que conformarse con inhalar.

Shoto se dirigió hacia su mesita de noche con la bolsita, dejando a un lado de la cama la caja de madera, mientras sacaba una cuchilla de ella antes de cerrarla con llave de nuevo. Abriendo la bolsa con el polvo color blanco, se encaminó hacia la mesita de noche, arrodillándose a un lado de la cama para quedar a la altura de la mesita, apartando la lámpara de ella, el despertador y su cartera, dejando un lado completamente despejado para lo que iba a hacer a continuación. Con movimientos mecánicos, el joven extrajo un poco del polvo, depositándolo en la pulida superficie de color rojizo de la madera de caoba de su mesita de noche. Tenía que ser muy cuidadoso en el proceso. No quería que nadie descubriese restos de heroína pura cuando las criadas fuesen a limpiar su habitación, por lo que no se permitía ningún error. No quería que el polvo acabase esparciéndose por la mesita o por la colcha de su cama, así que tomó con dedos temblorosos la cuchilla que había cogido y, con lentitud, fue dividiendo la sustancia y triturándola, formando con ella tres líneas verticales, perfectamente simétricas entre sí, en la superficie de caoba. Con ayuda de la cuchilla, el chico extendía y volvía a juntar la sustancia, elevando y bajando la diminuta cuchilla por las partículas blanquecinas, aglomerándola toda en un punto. Las rayas estaban listas. 

Y no saber nada [kiribaku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora