Terror

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*1Dice un poeta que dilatar la vida de los hombres es dilatar su agonía, multiplicar el número de sus muertes.

Kirishima estaba seguro de que esto era verdad, porque, al fin y al cabo, la vida no era más que un tránsito. El hecho de que el amor, al cual estaba empezando a comprender y temer, existiese solo aumentaba el sufrimiento de los hombres. Si un hombre es feliz, la agonía de su existencia contingente será mucho más dolorosa. De eso Kirishima estaba seguro.

El chico pelirrojo no sabía dónde se encontraba. Era un sueño pesado, profundo, viscoso como la pez, que se revolvía, mutaba y cambiaba de forma según el muchacho recorría las sendas oscuras de sus caminos tortuosos. Había un olor dulzón en el aire, un olor casi pegajoso, que se adhería a las fosas nasales y no se quería desprender de ellas. Kirishima estaba molesto. Aquel sueño no parecía normal, había algo extraño en él, como si una fuerza sobrehumana le impidiese levantarse de la cama y despertar.

*2¿Y si me cegara al mismo tiempo que tú? De ese modo, perteneceríamos a la misma porción del mundo.

Aquellas palabras parecían rebotar en su cabeza, chocarse las unas con las otras sin sentido ni dirección, alejarse flotando en una espesa humarada y luego disolverse delante de sus propias narices.

Kirishima intentó avanzar en el suelo, pero un fango negro se le pegó a los zapatos y empezó a ascender por los vaqueros. Como una garra del mismo infierno, aquel cieno oscuro y burbujeante comenzó a devorarle lentamente, hundiéndole en el suelo oscuro de las tinieblas que dominaban la estancia en tinieblas. Kirishima intentó gritar, pero no pudo. Probó a intentar pellizcarse para despertarse, pero tampoco pudo. Sus pies no le respondían, sus instintos parecían haberse quedado congelados en algún momento, y un humo embriagador de aroma penetrante comenzó a materializarse de forma sólida delante de él, formando siluetas que se movían como fantasmas a su alrededor sin cobrar nunca una forma sólida definida.

Un grito. Luego otro. Y esa voz. Esa voz que Kirishima ya conocía tan bien y amaba desde lo más profundo de su corazón. Bakugou estaba pidiendo ayuda en algún sitio de su sueño, pero Kirishima estaba sujeto al suelo, sin posibilidad de moverse.

Otro grito. Luego un jadeo. Y otro. Y otro más.

Diferentes haces de luz comenzaron a bordar el entramado del ambiente. La luz diáfana se disolvía en olores punzantes. El humo avanzando inexorablemente. El fango devoraba su cuerpo, ascendiendo hasta su pecho, ahogándole en un entumecimiento en el que solo se oían los gritos de su amigo rubio. Y él no podía hacer nada.

Luz roja. Luego, blanca. Luego, azul. Luego, gris.

Negro. Y el cieno lo devoró.

Kirishima ya no oía nada ni veía nada. Sus pesadillas se hicieron tinieblas en las que no era capaz de sentir. Al principio, esto le pareció un alivio, pero según iba pasando el tiempo, y su conciencia no abandonaba su cuerpo perdido en la oscuridad, el chico se fue abandonando a la inmaterialidad de la atmófera. Después, se abandonó al frío que parecía succionarle el cuerpo. Y, finalmente, se dejó llevar a la inconsciencia leve que le empujaba a no pensar más.

*3Pasando cierto umbral, el dolor se hace mudo. Y muere en alguna parte de nosotros.

Cuando despertó Kirishima ya no estaba en la cama conocida de Bakugou. Ni siquiera estaba en una cama, aunque su cuerpo permanecía desnudo. Tampoco se encontraba en la habitación de su amigo, pero aquello seguía sin ser una habitación. Más se parecía a una camilla de un hospital quirúrgico. Intentó incorporarse, pero algo le retenía sujeto a la camilla. Unas gruesas correas de cuero le sujetaban a la improvisada cama. Intentó romperlas usando su poder de endurecimiento, pero este no pareció activarse cuando se lo ordenó. Kirishima sentía frío, y un olor dulzón como el de su sueño invadió toda la estancia.

«Tengo que estar soñando de nuevo», pensó el chico. Pero aquello no era un sueño, sino una pesadilla de la que no podría despertarse.

En ese momento, un humo negruzco se coló por la puerta cerrada del quirófano, aglomerándose al lado del chico pelirrojo que seguía desnudo y atado a esa especie de camilla de hospital.

De repente, Kirishima sintió miedo, un gélido aliento le recorrió la nuda, erizándole los pelos de los brazos. Temblaba. Nunca en su vida había estado tan aterrado, y su miedo solo hizo más que incrementar cuando aquel humo se fue materializando en una figura masculina de fuertes espaldas, anchos hombros, pelo oscuro y brazos enormes. En una de sus manos llevaba una jeringuilla con un líquido morado y viscoso que parecía fluir en su interior, y en la otra mano, bien sujeto, llevaba un amasijo de cabellos que parecían haber sido arrancados de cuajo, porque en sus raíces aún se podía ver la sangre.

Kirishima sintió que se mareaba y unas ganas enormes de vomitar le recorrieron todo el cuerpo. Se hubiese doblado del dolor y la aprensión de inmediato, pero aun seguía sujeto por las correas de cuero. El hombre se acercó hasta el chico y, sin mediar palabra, le agarro del mentón, acercando su rostro hasta el suyo, haciendo que su aliento acre invadiese las fosas nasales de Kirishima, que arrugó la nariz en un gesto de disgusto. El hombretón solo sonrió con unos dientes afilados como cuchillas, mientras cogió los párpados agotados del chico y se los abrió, impidiendo que este cerrase los ojos ante la visión de los cabellos ensangrentados. Kirishima quería gritar, quería matar a aquel tipo que tenía al lado. Pero su boca estaba seca y sentía la lengua como un estropajo. Los músculos de su cuerpo no le respondían, y sentía como se mareaba por momentos.

Aquellos cabellos llenos de sangre en sus raíces. Aquellos cabellos le volvían a la mente una y otra vez, mientras que la sonrisa sádica del hombre le vigilaba. Aquellos cabellos le revolvían las tripas y le hacían querer llorar y pegar puñetazos a todo lo que encontrase en su camino.

« ¿Dónde está Bakugou? ¿Dónde estoy? ¿Quién es este tipo?»

El hombre le miró con desprecio, arrojando los cabellos hacia la camilla que, ahora que la podía ver más claramente, estaba llena de rastros resecos de lo que parecía ser sangre seca. Y junto a sus pies, los cabellos. Los rubios cabellos, de color dorado muy familiar.

-Bakugou...-fue lo único que pudo musitar Kiirhisma antes de volver a caer en la inconsciencia, mientras aquel hombre sonreía, y sus dientes, sus blancos, afilados y relucientes dientes, le hacían burla en la oscuridad.

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*1 Cita recogida en el libro de relatos El libro de los viajes equivocados de Clara Obligado.

*2 Cita perteneciente a la obra El firmán de la ceguera de Ismail Kadaré.

*3 Cita recogida en el libro de relatos El libro de los viajes equivocados de Clara Obligado.

Y no saber nada [kiribaku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora