Poesía

53 2 0
                                    



Todoroki había decidido empezar con el trabajo por su cuenta. Se había quedado solo en la lista de compañeros de clase para hacer la tarea, pero no fue, en ningún momento, porque sus amigos le marginasen, sino porque él mismo habló con Aizawa para que le dejase hacer el trabajo a él solo.

Sus fantasmas eran más grandes que los de la mayoría, se aferraban con uñas y dientes a su pasado, un pasado que le desgarraba la piel en cada forcejeo, y le hablaba en susurros cada noche, tentándole al vacío. Todoroki nunca había hablado de esto con nadie, pero se había intentado suicidar un par de veces con pastillas y alcohol. Su padre le había salvado esas veces.

«Salvado. Yo no pedí que me salvase nadie. Tampoco pedí nacer.»

El chico se miró las muñecas destrozadas por cortes antiguos que surcaban su piel en forma de gusanos horribles con cuerpos blancuzcos e irregulares, enroscándose en la piel de sus muñecas, trepando por sus brazos.

La línea de metro que había tomado Todoroki le dejaba justo en frente del hospital psiquiátrico donde estaba internada su madre. No había avisado de que iría a verla, así que sería una sorpresa para ella. Esperó que las enfermeras le dejasen pasar sin haber sido consultadas previamente. Con las prisas del trabajo, se había olvidado por completo de telefonear para pedir una cita antes de salir de la academia.

El traqueteo del vehículo, junto con el calor agobiante que envolvía todo en su sopor extraño, Todoroki cerró los ojos, sentado en uno de los muchos asientos libres que había en el metro a esa hora de comienzos de la tarde.

Unos versos que su madre le solía leer revotaron en su mente un tiempo, produciéndole una agradable sensación de calidez, reconfortándole por dentro. No los recordaba muy bien, pero sí que recordaba la cadencia de la voz de su madre cuando los recitaba, esa tibieza que le recorría como un escalofrío el cuerpo cuando escuchaba su voz, y que parecía llegada de muy lejos:

*La soledad. / El miedo. / Hay un lugar/ vacío, una estancia/ que no tiene salida. / Hay una espera/ en que todos los puentes/ pueden haber volado.

A la madre de Todoroki siempre le había gustado la poesía, y cuando el chico aún era pequeño, su madre le leía todas las noches poemas antiguos de diferentes países, entrenándole el oído a la cadencia rítmica de los versos, a la belleza estética de las grandes obras de arte. Eso fue mucho antes de que su padre comenzase a entrenarle. Después de eso, Endeavor le prohibió a su madre que le leyese nada de eso porque lo consideraba inútil, un arte que hacía débiles a los hombres.

A Todoroki la cabeza le daba vueltas, así que la apoyó contra el cristal del metro, intentando que el frío de este le pudiese calmar, por unos momentos, aquel mareo repentino. Los párpados también le pesaban. No había sido buena idea beber el resto del contenido de la petaca antes de salir de la academia, pero, algo dentro de él, le había dicho que esa tarde necesitaría armarse de mucho valor. El chico rebuscó entre los bolsillos de sus pantalones, sacando la caja de tabaco. La abrió. Solo le quedaba un cigarrillo. Suspiró.

Cuando se bajó del metro, en frente del hospital, se encaminó hacia un banco que reposaba a la entrada del edificio. Se sentó pausadamente y sacó la cajetilla de tabaco. Con movimientos lentos y conscientes, sacó el mechero y encendió el último cigarrillo que le quedaba. El humo que salía en pequeños zarcillos de su boca pareció confundirse con el gris desleído de una tarde que pronosticaba lluvia en forma de curiosas formas inconsistentes que danzaban ante sus ojos como diminutos duendecillos, para luego diluirse con el aire en una extraña cadencia rota.

___________________________________

*Los versos forman parte del poema "Entrada al sentido" de José Ángel Valente, incluidos en su obra Poemas a Lázaro (1960), correspondiente a su primera etapa poética. 

Y no saber nada [kiribaku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora