Retroceso

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Todoroki iba a salir de la habitación de su madre cuando la voz quebrada y ronca de ella, por haber estado llorando, le detuvo a medio camino.

-Tu padre es un monstruo, y eso lo sabemos los dos, pero tienes que comprender que la responsabilidad de verle como a tal  es solo elección tuya. Nosotros somos quienes configuramos nuestros recuerdos-la madre de Todoroki se acercó al chico por detrás, moviéndose lentamente, hasta posar una de sus manos delgadas y finas en el hombro derecho del chico, mientras que, con la otra mano sujetaba un guardapelo de plata con dibujos de hojas y flores en el relieve.

Todoroki se quedó callado. La bilis le ascendía por la boca del estómago. Si con algo no estaba de acuerdo con su madre era con lo que acababa de decir. Después de todo el daño que la había hecho, después de impedirle que se casase con el hombre al que amaba, después de todo eso, ¿por qué su madre era capaz de defenderle? El chico sintió unos deseos incontenibles de llorar y gritar al mismo tiempo. Puede que para su madre fuese más fácil, pero él estaba seguro de que nunca le perdonaría por todo el daño que le había hecho a su familia por motivos egoístas. El asco y la repulsión que el joven sentía hacia su padre eran apabullantes, por lo que casi nunca pasaba tiempo en casa cuando se encontraba allí su padre. Eran demasiados los recuerdos horripilantes que tenía de él; y esas paredes, esa cama enorme de matrimonio en la que le obligaba a tumbarse todas las noches desnudo junto a él, mientras le tocaba, toda esa luz mortecina de los pasillos y su sinfonía, y olor a muerte, todo eso le daba nauseas. Él no quería ser como su padre, y si llegaba el día en el que eso sucedía, Todoroki  tenía muy claro lo que iba a hacer. Prefería suicidarse antes que convertirse en el mismo monstruo que su padre, un hombre que ostentaba el título del segundo héroe más destacado de todo el país, y que vestía como tal, que contaba con miles de clubs de fans por todo el mundo, pero que, en realidad, tenía un alma podrida, negra como la pez, viscosa y ennegrecida por tantos años de envidias y rencores.

-Toma. Quiero que recuerdes-la mano de su madre que sujetaba el guardapelo se acercó al cuello del chico, colgándole, alrededor de este, el amuleto de plata, mientras cerraba el enganche con parsimonia. Todoroki dejó que su madre atase aquel collar a su cuello, permitiendo que sus dedos le rozasen la piel desnuda, mientras sentía el cálido aliento a menta y té verde de su madre. Hacía años que no le impregnaba aquel olor tan familiar y reconfortante, que le llevaba de vuelta a todas aquellas noches con su madre mientras le leía cuentos antes de irse a dormir. Pero claro, todo eso fue antes de que su padre, a la edad de cinco años, le obligase a entrenar con él, antes de que su infierno particular empezase.

Todoroki murmuró una disculpa y una despedida apresurada, apretando los dientes, y saliendo de la habitación con paso rápido, sintiendo como una extraña rigidez de apoderaba de todos los músculos de su cuerpo. No sabía por qué pero las últimas palabras de su madre lo habían desestabilizado. No lograba a entender aún porque esa mujer, después de todo lo que había visto y sufrido en sus propias carnes, no era capaz de ver a su marido como el monstruo que era. El chico apretó los puños hasta hacerse daño. Un rictus de odio y aprensión le desfiguraba el rostro. Su mirada se había endurecido.

El pasillo de la planta donde estaba el dormitorio de su madre estaba despejado. No había rastro ni de pacientes ni de enfermeras a la vista, así que Todoroki lo cruzó sin problemas. No le gustaba la gente. Odiaba cruzarse con personas en su camino. Le resultaban molestas, y él no quería pararse a hablar con nadie que le preguntara algo, solo deseaba salir pronto del hospital y coger el metro para poder estar a solas con sus pensamientos.

El frío del metal del guardapelo le estaba incomodando, pero no se lo quitó por respeto a su madre. La salida del hospital fue muy tranquila, puesto que solo tuvo que rellenar un formulario, anotando un par de comentarios sobre lo delgada que veía a su madre, recomendando que vigilasen más su dieta.

Cuando salió al aire libre, un viento frío le golpeó el rostro con una fuerza inusitada. El cielo parecía amenazar tormenta de un momento a otro, ya que gruesas nubes de un color grisáceo se acercaban por la línea del horizonte a gran velocidad.

Algunas hojas, arrastradas por el viento, le golpearon el rostro, sacándole de sus pensamientos, y haciendo que se apresurase a llegar hasta la estación de metro más cercana. El andén estaba aglomerado de gente que iban a coger el metro para regresar a sus oficinas o a sus casas. Había desde estudiantes a empresarios trajeados y con corbatas de diseño. Algunos mendigos estaban sentados en los bancos cerca de la estación, reclinados en sus respaldos con los ojos vueltos a las personas que se acercaban a ellos, o los miraban con curiosidad, para luego marcharse andando más rápido de lo normal sin dejarles ninguna moneda.

Todoroki se fijó en que nadie estaba hablando con nadie que tuviese al lado, pero en el aire flotaban miles de conversaciones entrecortadas, risas, preguntas y canciones de moda. La mitad de los pasajeros que esperaban el metro estaban hablando por sus teléfonos móviles, mientras que los restantes se les veía atareados jugando a algún nuevo juego con sus teléfonos o, simplemente, mandando mensajes o fotografías. Todoroki pensó en lo ridículo que era aquello: que hubiese tal algarabía en aquel angosto y diminuto arcén, pero que nadie estuviese hablando con una persona que se encontrase en el mismo sitio en el que estaban ellos. Parecía como si hablasen con fantasmas, con seres sin materialidad corpórea, seres invisibles a los ojos de las demás personas.

Un niño pequeño estaba llorando, sentado en uno de los bancos donde esperaban los pasajeros del metro, y que no había sido ocupado por ningún vagabundo. El niñito alzaba una de sus manos hacia una mujer que se sentaba a su lado y que debía de ser su madre, pero que estaba muy atareada mandando mensajes en su teléfono móvil, como para darse cuenta de que su hijo estaba llorando. Los ojos hinchados y rojos del niño no hacían más que derramar un torrente de lágrimas, mientras balanceaba sus diminutos pies en el banco, pidiéndole a su madre que le diese la mano. Su madre no le dio la mano. Quizás, ni siquiera le estaba escuchando.

El pitido del metro al raleventizar la velocidad al llegar al andén, hizo que los pasajeros se levantasen de los bancos y se acercasen a las puertas del mismo para ser los primeros en subirse al vehículo. Todoroki chasqueó la lengua con disgusto. Todos parecían ovejas, apelotonándose a la entrada y a la salida del metro para dirigirse, a fin de cuentas, al mismo sitio. Un día tras otro, en una absoluta monotonía que no dejaba a la mísera existencia otra vía de escape.

La hora que el chico pasó en el metro la dedicó a cerrar los ojos, intentando conciliar el sueño, pero las palabras de su madre resonaban en su cabeza de forma apabullante, haciendo que no pudiese entrar en ese estado intermedio en el que la mente se encuentra entre la vigilia y el sueño.

Nada más que volvió a su cuarto en la academia, cerró la puerta y, sin desvestirse, se tumbó en la cama con los ojos cerrados. La sangre le bombeaba en las sienes. Como si se tratase de un impulso intuitivo, el chico se llevó la mano derecha al cuello, notando la cadena del guardapelo que le regaló su madre. El metal estaba muy frío y le provocaba una sensación incomoda en el cuerpo, aunque quizás fuese porque iba asociado a las palabras que le había dicho su madre. Con un rápido movimiento, el chico abrió el guardapelo, encontrándose con una pequeña foto en su interior. Palpando la pared que tenía detrás de su cama, Todoroki alcanzó el interruptor de la luz y lo pulsó, haciendo que una luz blanquecina, proveniente de las bombillas LED de bajo consumo que tenía en la lámpara de cristales del techo, iluminase su habitación por completo.

Todoroki ahogó un grito de sorpresa cuando vio la foto que había dentro del colgante. En ella aparecía su madre cuando apenas era una mujer adulta, su padre y él cuando tendría uno o dos años. Todos parecían sonreír en la foto, y lo más curioso de todo, era que sus sonrisas no parecían en absoluto forzadas.

«No me acuerdo nunca de haber sonreído alguna vez junto a mi padre», pensó extrañado el chico, permitiendo que las lágrimas que tanto tiempo había contenido en el hospital junto a su madre, y luego en el andén del metro, resbalasen por su rostro, emborronando su vista y depositándose, con un amargo abrazo añorado, en los tres rostros que le miraba sonrientes desde la fotografía. 

Y no saber nada [kiribaku]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora