Capítulo nueve.

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El viaje más malditamente incómodo en el que había estado, eso seguro; pero no había nada que pudiese hacer contra eso.

Otro chofer nos acompañaba en esta ocasión y me mordí la lengua para no preguntar por qué el tierno seño de cabello blanco ya no conducía la gigantesca camioneta.

El perfume de Cameron estaba comenzando a marearme un poco, el olor de este comenzaba a sobrepasar el límite de lo normal.

El paisaje era lindo y trataba de preocuparme de eso, y no del abusivo hombre que tenía a mi lado.

Luego de una media hora, estábamos en el lugar que yo creía ser el correcto, el chofer se detuvo y murmuró.

—Hemos llegado a Lucerna, señor.

Cameron para variar, ni siquiera se removió de su asiento. Mi cuerpo quería gritarle un sencillo "gracias", pero sabia los problemas que tendría luego por hablar.

Lucerna, era la ciudad más turística de Suiza, y se encontraba bastante cerca de Zúrich, donde yacíamos hace un tiempo. Era genial, y aunque nunca había venido, había oído un millón de veces hablar de ella en la escuela.

El clima de Lucerna era oceánico, los inviernos son fríos y los veranos frescos con una oscilación térmica anual mediana. El lugar estaba lleno de alphes y lagos, era muy lindo.

En este instante, estábamos frente a una mansión un poco mas pequeña que en la que estaba viviendo con Cameron, pero igual de lujosa y bella.

El chico que manejaba se bajó a abrir la puerta, y aproveché el momento para salir primero yo, y no tener que soportar otra vez a Cameron y sus malos tratos injustificados.

Una vez bajo el auto me di cuenta del frío que hacía en el lugar, yo traía puesto un abrigo de pluma y aun así el frío que sentía en este momento comenzaba a llegarme a los huesos.

En silencio, el chico que nos trajo al lugar se subió otra vez al auto y se largó, dejándome a solas con Cameron.

Este me miró con recelo, y me tomó por la muñeca como acostumbraba. Bruto, y sin compasión. Y sin ninguna razón.

—No quiero que hables ni una palabra en la casa, a menos que yo te lo permita hacerlo—murmuró Cameron en un instante, a la vez que sacaba su teléfono celular, tragué saliva y observé mis manos sobre los leggins negros que traía.

—Nunca hablo nada, Cameron.

El me miró otra vez, a los ojos sin ningún temor y tragué saliva fuerte cuando apretó mi cintura. Sus duras manos se posicionaban un poco bajo de mi cadera, y mentiría si no dijera que el choque eléctrico de sus manos me provocó hasta escalofríos.

—Cameron, por favor...—murmuré, con la voz temblándome. El esbozó una sonrisa, la primera que veía salir de su rostro, parecía disfrutar de mi sufrimiento y eso era algo que yo no lograba comprender.

Le miré con súplica, ya comenzaba a doler.

—¿Por favor qué?—dijo, chocando su cadera con la mía, cerré los ojos ante la presión—. Sólo quiero que me obedezcas, Leah, nada más.

—Vale, te juro que no hablaré—le dije, notando cómo mis cuerdas vocales fallaban con él cerca. ¿Dónde estaba la Leah que luchaba contra los idiotas así?

—Es lo mejor que puedes hacer—susurró, soltándome derrepente y haciéndome tambalear en el lugar y estando a punto de tener mi rostro contra el piso. No me extrañó para nada que ni se hubiera percatado de ello.

Caminó grandes zancadas hasta la puerta y la tocó, y yo no podía entender menos sus cambios de humor.

Lo seguí y me posicioné a su lado, un hombre de unos treinta años abrió la puerta, Cameron lo saludó de un apretón de manos y yo me limité a sólo hacerle un sublime gesto con la cabeza. No pude evitar darme cuenta que compartían los mismos ojos grises, había algo en ellos que me llamaba muchísimo la atención.

CRUELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora