23. Vía libre

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Alice.

Era un fin de semana normal, había pasado un corto tiempo desde el incidente del robo, y le había contado a Tim sobre el asunto, y, a diferencia de Mycroft, él no se había sorprendido o interesado mucho en el asunto, más bien, se había dedicado a culpar a mi trabajo y a mi jefe por el suceso, algo que me irritó bastante, pero intenté dejar las cosas allí, no quería discutir con él, no había necesidad.

En aquella oportunidad, me encontraba en mi departamento junto a mi novio, quien, si bien estaba allí físicamente, su mente parecía ajena a la película que, en teoría, ambos veíamos.

—Tim, ¿por qué tan pendiente del móvil? —le pregunté luego de ver como lo miraba cada cinco segundos y sonreía frente a la pantalla del mismo.

—Nada, cosas que mandan los chicos—contestó mientas le sonreía a la pantalla—aparte, tú siempre andas con el móvil—respondió con cierta molestia.

—Sí, pero por trabajo, y, de hecho, tú sueles hacer que lo deje cuando estamos juntos—dije, sabiendo que tenía razón—es distinto.

—Bueno, no es mi culpa que tu jefe es un imbécil, siempre pidiéndote cosas, no te deja vivir, ni siquiera durante el almuerzo—¡como odiaba que metiera a Mycroft en todo!

—Ignoraré eso, porque no quiero discutir contigo, así que cambiemos el tema—y mientras me acercaba más a él, pregunté—. Por cierto, ¿Qué te envían los chicos?

Él apagó su celular de inmediato, gesto que me causó una sensación algo fea, no me agradó que hiciera eso, porque pareció que a propósito alejó su teléfono de mí.

—No estábamos discutiendo, solo que tú vuelves toda una discusión siempre que hablamos del idiota ese.

"Bien, ya está, me cansé, intenté llevar esto por las buenas, pero no ayudaste".

—¿Por qué tienes que referirte a él de esa manera? —cuestioné ya algo más irritada, aunque intentaba mantener la calma—¿por qué lo odias tanto?

—Anthea, por favor—restó importancia mientras se veía arrogante.

—No, dime, dame una simple razón.

—Primero tú dime si es normal quedarte en casa de tu jefe— sentenció mientras elevaba el volumen de su voz—porque es lo que hiciste aquella vez, con la excusa de que era muy tarde.

—Y esa fue la razón, si volvía a casa, no hubiese dormido ni una hora.

—¿Ah sí? Y qué hay de cuando te quedaste porque según tú, él estaba mal por su hermano —seguía, con aquel tono prepotente—¿en qué forma lo consolaste? —abrí mis ojos al oír eso, ¿de verdad estaba insinuando aquello? — Porque vamos, que desde ese día no has querido hacerlo conmigo, siempre con la excusa de estar cansada.

—¿Te piensas que mi trabajo es sencillo? ¿Qué no llego muerta a casa luego de todas las horas que paso en la oficina? —él me vio encogiéndose de hombros, como si eso no fuese una razón válida.

—Yo también llego cansado, y eso no me impide querer tener sexo—negué con la cabeza mientras apartaba la mirada de él, estaba molesta, y mucho—. ¿Pero sabes qué? Yo no soy imbécil, y sentí muy bien el perfume de ese idiota en el apartamento el otro domingo, lo noté porque ese asqueroso aroma afeminado me quedó muy grabado en la mente de cuándo lo conocí, así que dime, ¿fue su turno de consolarte? ¿Qué tan bien lo hace, ¿eh?

—¿¡Cómo es que tienes cara para preguntar una reverenda idiotez como esa!?—me miraba como si yo mintiera, tenía demasiadas ganas de abofetearlo en ese momento, pero la violencia jamás llevaba a nada.

A Un Escritorio de DistanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora