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MAGNOLIA

HANNAH

Creí que sería diferente, pero a un mes de mi llegada no eran muchas las cosas que podía amar de Nueva York. No es que la moda o las excentricidades de la Gran Manzana no me llamasen la atención porque sí, lo hacían, pero en cuatro semanas de estadía no había tenido tiempo si quiera de visitar la famosa avenida de los millonarios ni la tan anhelada calle Broadway. Time Square lo conocía más por Sex and the City que por las veces que había pasado por allí. Ni hablar de la pista de patinaje que se inaugura cada invierno en el centro Rockerfeller, Brooklyn o Central Park que apenas podía observar desde el taxi los lunes a medio día o desde las enormes cristaleras de la oficina de Adam.

Tenía un solo lugar favorito y no era la firma jurídica.

Magnolia.

Un pequeño restaurante estilo vintage que ocupaba una esquina de la calle setenta y siete, justo a dos cuadras de la avenida Lexington donde estaba el rascacielos.

—¿Rollos de canela? —me preguntó el mismo mesero que solía atenderme cada mañana.

Había decidido que, si Adam iba a transformar mis días en una mierda, entonces iba a darme el tiempo de disfrutar unos momentos para mí, con un buen té, un dulce y un buen libro. Una hora cada mañana antes de ir a la oficina era mi regalo por soportar a un gilipollas como él. ¿Qué puedo decir? La genética asiática me permitía esos lujos sin culpa, tengo el don de comer sin engordar.

—¿Soy tan predecible? —sonreí.

El joven negó con la cabeza y me devolvió el gesto. Sus ojos miel se mantuvieron fijos en los míos mientras me tomaba la orden.

Siempre me han gustado los hombres que no dudan en sonreír.

—Es bueno saber qué es lo que se quiere —Fue una buena frase para evadir una bala.

Cerré la carta y se la entregué.

—Entonces ya debes saber qué es lo que quiero para tomar.

—¿Y si esta vez te sorprendo con algo diferente?

—¿Y si no me gusta? —reí.

—Invita la casa.

Me ruboricé por la seguridad con que hablaba.

—Qué rápido va esto —Me aparté un mechón de cabello rebelde de mi rostro antes de seguir hablando—. ¿Ahora es cuando dices algo que me hará saber que eres el amor de mi vida? Porque así es en las películas.

Carcajeó.

—Me llamo Jeffrey, ¿tú eres...? —Alargó las palabras.

—Lo sé, lo dice tu placa —la señalé.

Darle mi nombre a un desconocido era una de las cosas que te enseñan cuando apenas tienes unos cuantos años de vida y yo había seguido cada enseñanza al pie de la letra —creo que por eso tardé tanto en tener mi primer novio —. Pero, vale, todos rompemos las reglas alguna vez.

Sin embargo, no contesté su pregunta y él pareció algo decepcionado.

Retiró la carta de la mesa y la dejó bajo su brazo.

—Traeré tu orden —sentenció.

Cogí una bolsita de té del muestrario y lo dejé en la página en la que había quedado. Diana Gabaldon tendría que esperar un poco más; era mi turno de jugármelas por no estar tan sola en esa enorme ciudad. Un amigo no me vendría nada de mal.

Fuera de contrato - EN FÍSICO A PARTIR DEL 18 DE AGOSTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora