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LA CORBATA MORADA EN EL ARMARIO


Termino de abotonar la camisa blanca y luego me anudo la corbata negra observándome en el espejo.

Mi movil suena cada cinco minutos y sé que es Hannah, que no ha dejado de enviarme mensajes desde que aterrizó el avión en Nueva York.

«¿Estás bien?», pregunta y sigue escribiendo.

«Sí», me limito a escribir.

«Desearía tanto estar contigo ahora...».

Dejo el teléfono a un costado.

Me gustan los trajes, como abogado deben gustarme, si no, estaría jodido. Tengo catorce en total. Quince con este. El traje para los funerales.

El mismo con el que asistí al funeral de Lynn y el de un viejo amigo que falleció en un accidente de carro.

Busco mis lentes de sol en el cajón de la mesita de noche. No voy a funerales sin ellos. No puedo hacerlo. No puedo mirar a toda esa gente sin este filtro o, más bien, no permito que nadie me vea sin ellos. No puedo. No soy bueno para esto.

Conduzco por las avenidas en silencio, no quiero escuchar música. Me parecen más extensas de lo habitual. El teléfono suena y en la pantalla de la radio aparece el nombre de Alex. Corto la llamada. No quiero hablar.

Sostengo el volante con fuerza y, entonces, lo recuerdo.

Recuerdo el día que cogí un auto por primera vez.

—No quiero ir al colegio —le dije a mi padre cuando aparcó el carro frente a la primaria.

—Debes ir —ordenó con esa voz autoritaria con la que solía hablarme cuando estaba irritado.

Agaché la mirada conteniendo mis ganas de llorar.

Apreté mis puños sobre la tela gris de los pantaloncitos cortos.

—Los niños me molestan, papá —murmuré, inseguro. A papá no le gustaban esas cosas. Él era más duro, más seguro, más serio. Era un superheroe. Inquebrantable. Increíble. Grande. Admirable. Era mi héroe. Cada vez que lo veía hablando por teléfono en el despacho que tenía en la casa, sabía que quería ser como él. Quería llegar a ser tan seguro de sí como Ben Wilson.

—¿Te molestan?

Asentí con un mohín en los labios.

—Porque hablo mal.

—No hablas mal, solo eres un poco tartamudo.

Cerré mis ojos con fuerza. Quería llorar.

Sabía que no podía llorar frente a él.

—Venga, hijo. Solo son unos cuantos comentarios. No puedes derrumbarte porque alguien te diga algo. Vamos, bájate. Ve a clases.

Recuerdo que fue la primera vez que no le obedecí.

—¿Adam? —siguió con aires de reprimenda.

Y yo, ingenuo y estúpido, solo quería una cosa...

—¿Me puedo quedar contigo? —le pregunté pellizcandome el antebrazo, dudando de mi propia rebeldía.

Recuerdo la expresión de papá. Titubeó. Suspiró de esa forma que te hace entender que es más una queja que cualquier otra cosa. Frunció levemente el ceño y movió su cabeza en negación.

Había perdido las esperanzas.

Había acercado mi mano a la manija de la puerta.

Le había dicho que estaba bien, que lo entendía.

Fuera de contrato - EN FÍSICO A PARTIR DEL 18 DE AGOSTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora