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KINTSUGI

HANNAH

*With or Without you - U2


Siempre he creído que la cultura japonesa es la más bella de todas y que, comparada con la norteamericana, no hay por donde perderse en la elección. Papá solía decirnos que éramos privilegiados por tener sangre oriental, según él, es una cultura visionaria, siempre adelantada y siempre viendo más allá, llegando a nuevos horizontes.

Observo la pequeña figura de oveja entre mis manos mientras el reloj de mi mesita de noche marca las diez con dos minutos. Recuerdo la forma en que la miré el rostro de mi madre cuando me dijo que ese juguete de cerámica que a mi tanto me gustaba había pertenecido a mi abuela Chiyoko y que lo había hecho cuando era una niña para un trabajo de la primaria. Es decir, la pieza tenía más de un siglo. Tenía sentido. Ahora que la observo con detención me doy cuenta lo fea que es. No es una gran pieza de arte, las patas están algo deformes y apenas sobresalen de su cuerpo. Es más bien una oveja obesa con una cara pequeña y un hocico fino. Orejas diminutas y dos agujeros pequeños que hacen las veces de ojos. Mamá quiso que la conservara porque hay algo especial en ella. Cuando la abuela Chiyoko tenía once años, su querida oveja sufrió una caída por los movimientos telúricos del Gran terremoto de Kantō. Se partió en cuatro pedazos, incluso su cuerpo gordo quedó divido en dos. Chiyoko decidió conservar cada trozo hasta que tuvo casi veinte años y pudo repararla como se lo merecía. Hoy, la oveja está unida con resina de oro. No, no es pegamento color oro, es resina de oro.

«Kintsugi no es solo pegar cosas con oro. Es el arte de hacer bello y fuerte lo frágil. Nunca lo olvides», me dijo cuándo me la regaló.

Creo que nunca la había valorado tanto como en este momento.

Escucho el motor de un carro y casi enseguida, el sonido sordo de una puerta cerrándose. Ladeo el rostro hacia la ventana que está detrás de mí. El corazón se me aprieta y me siento mareada. No sé si quiero hacer esto. Más bien, no sé si pueda hacerlo. Hace un par de horas, la idea de que Adam esté aquí y quiera hablar de todo lo que pasó era una irrealidad. Siento que algo repiquetea contra mi ventana y sé que ya no puedo seguir pensandolo demasiado. Adam está a punto de lanzar una piedrecita a la ventana de al lado, que es la de Haru. Mierda. Golpeo la ventana con fuera y le levanto una mano y le modulo con mis labios que me espere. Guardo la oveja en el cajón de mi mesita de noche y bajo las escaleras de puntillas. Haru está en su habitación, tal vez durmiendo o tal vez jugando en su consola portátil.

Me asomo por la puerta. No sé si mi padre está despierto, porque el hecho de que la luz se filtre por la ranura de la puerta del sótano no es ninguna garantía. Mucho menos ahora que la exposición en el museo de San Francisco se acerca.

Escribo una notita rápida sencilla, que no de muchos indicios de con quién —«Salí. Vuelvo más tarde. Te quiero. Hannah»— aunque sé que no tiene sentido. Es obvio con quien. Se la dejo al lado del florero en el que he dejado los girasoles de Haru. Sonrío al verlos, hace años que no usábamos ese recipiente de vidrio. Mi abuela paterna nos lo regaló en la segunda navidad que pasamos luego de la muerte de mamá.

Abro la puerta despacio, rogando que no rechine como siempre. Adam me espera con sus manos en los bolsillos de sus vaqueros grises.

—¿Qué haces vestido así? —susurro y me percato que es estúpido, papá está bajo tierra, literalmente.

—También me alegro de verte. No sabía cual era tu habitación. Creí que tendría que arrojar piedras a todas, pero vi un pequeño conejo de peluche en la ventana y se me hizo más sencillo elegir por cual empezar.

Fuera de contrato - EN FÍSICO A PARTIR DEL 18 DE AGOSTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora