10. Abelia

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—¿Cómo es que nunca antes te había notado? —pregunto con una mano sobre mi boca, no queriendo que le eche un vistazo a mis amígdalas mientras mastico—

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—¿Cómo es que nunca antes te había notado? —pregunto con una mano sobre mi boca, no queriendo que le eche un vistazo a mis amígdalas mientras mastico—. ¿Eres nuevo?

—No, ya estaba aquí cuando tú llegaste de Nueva York... —Sus mejillas y cuello se tiñen de rosa cuando enarco una ceja—. Eso dijiste el día que te presentaste a clase, no me acuses con los ojos. No soy el que anda con un par de binoculares alrededor del cuello.

Me tiende otro trozo de su sándwich y acepto gustosa.

—Ramón me cae bien. A él lo vi un par de veces, pero a ti no. ¿Te gusta pasar desapercibido?

Se encoge de hombros.

—Me gusta estar tranquilo. No es algo que puedas hacer fácilmente si te dejas succionar por el tornado social de la preparatoria.

—La soledad no siempre es sinónimo de tranquilidad —apunto.

—Que alguien no se deje llevar por las masas no quiere decir que esté solo, al menos en mi caso -replica juntando las migajas en un punto al borde de la mesa, para luego distribuirlas hasta que hay una línea de pan—. Hay excepciones para todo.

—Dime la primera excepción que se te cruce por la cabeza y te contaré un secreto.

Eso llama su atención. Me sobresalto cuando sus orejas se mueven. Al notar mi reacción se las cubre con las palmas, riendo avergonzado.

—Lo siento, soy de los que pueden moverlas.

Rodeo sus muñecas y lo obligo a bajar las manos. Sus pulso se acelera contra mis dedos y su piel es cálida, como esa vereda que baña el sol y a la cual cruzas en invierno, teniendo frío caminando bajo la sombra.

—Es genial, ¿por qué ocultarlo?

Abre la boca pero nada sale de ella. Me sostiene la mirada con un par de ojos celestes bebé. Sé que existe una tonalidad así, mi padre quería pintar el auto de ese color, y lo hizo. Ahora, todas las mañana que me trae a clase, dice: «Espérame con el bebé». Cuando hay que echarle gasolina: «El bebé tiene hambre». Cuando se pincha la rueda trasera: «Bebé requiere un cambio de pañal».

—Hey, estaba buscándote. —La voz de Ralph no me sobresalta, pero sí a Kassian, que se aleja de mí y vuelve la mirada a la línea de migajas—. Quería saber si irás al partido del viernes. —Se detiene al otro lado de la mesa, con solo una correa al hombro y sus amigos esperándolo detrás, mientras se empujan y molestan entre sí.

—Claro, ¿te molesta si lo invito? —pregunto, señalando a ojos de bebé con el pulgar, que alza la cabeza de golpe al oír que me refiero a él.

—No hace falta que lo hagas —se apresura a decirle a Ralph—. Ni siquiera me conoces.

—Lo haría si asistieras. —Mi novio le regala una sonrisa de político, pero genuina—. Vamos, será divertido. Puedes traer a un amigo para sentirte más a gusto —ofrece.

Le doy un pequeño codazo cuando una expresión preocupada aparece en su rostro. Parece que una invitación a un evento es una condena de muerte para él.

—Claro. Puedo hace una excepción a mi rutina de los viernes. —Se rasca la nuca y le guiño un ojo—. Como los murciélagos.

Ralph, que estaba por decirme algo, frunce el ceño y vuelve la cabeza hacia Kassian. Yo lo imito, pero curiosa por cómo lo explicará y ansiosa de que vuelva a mover las orejas.

Es algo tierno.

—Los mamíferos no vuelan, pero los murciélagos son la excepción —dice, sonriendo con torpeza.

Raphie, como le dice papá, no entiende a qué viene el comentario, pero se ríe. Siempre hace eso. Dice que prefiere fingir una pequeña risa para celebrar los chistes de la gente a que ellos se sientan mal y luego estén reprochándose lo estúpidos que sonaron durante una semana entera.

Me gusta mucho eso de él.

—Te veremos el viernes, trae a Ramón. —Me despido ya de pie y junto a Ralph.

Sé que le debo un secreto por su excepción, y él también lo sabe, por eso lo veo reprimir una sonrisa cuando nos marchamos y agita rápidamente la mano en nuestra dirección.

Lo que grito para tenerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora