—A ti no te gustan los deportes —dice mi tío—, y se está por quebrar la punta de tu lápiz.
—No me gusta practicarlos, es distinto —replico—, ¿y cómo podrías saber que se va a que...?
Crack.
—Se me ha quebrado la mina de miles de lápices, te lo dije. —Sonríe de lado, no con autosuficiencia, sino comprensivo de mi desgracia—. Entonces, déjame ver si entendí, te gusta una chica que tiene novio y ambos te invitaron a verlo jugar.
Me pasa un sacapuntas y asiento.
Él es un artista hecho y derecho, con su propia galería de arte y estudio, pero no le importa pasarse horas echado en la alfombra de mi habitación —o madriguera, según mi madre— dibujando en una vieja libreta con un lápiz que tiene más años que él.
Algo que siempre admiré de Blake Hensley es que sabe adaptarse y disfrutar las circunstancias. No le importa asistir a importantes eventos en con un par de jeans desgastados y salpicados con pintura como tampoco dibujar de traje tirado junto a mi cama, bajo la que sé que hay un paquete de Cheetos a medio comer que dejó Ramón y calcetines sucios que no tienen par.
—¿No te parece que te haces sufrir un poco a ti mismo exponiéndote a ese tipo de situaciones teniendo en cuenta que posees sentimientos por ella? —pregunta curioso, no en tono de reproche.
—Ha estado con Ralph por años. No me afecta verla con él, es como si fuera una extensión de Abelia —ejemplifico—. Un brazo o una pierna. Ella pasó a ser un amor platónico, de los que sabes que en la vida real no irán más allá pero de los que disfrutas. —Me encojo de hombros.
Jamás intentaría separarla de Ralph. Interponerse entre dos personas que se quieren ni siquiera es algo a considerar para mí.
Los ojos de tío Blake son idénticos a los de la abuela y mamá, también a los míos. Es un celeste tan claro que pasa a ser un color que cuesta clasificar.
—Sé lo que piensas —aseguro espiando su dibujo. Es un cuervo cuyas plumas se desprenden cuando emprende vuelo, convirtiéndose en cenizas al ser dejadas atrás—. «Se cierra a otras posibilidades por no desprenderse de un sueño irrealizable» o «Está desperdiciando pensar y sentir en quien no debería».
Las personas a las que les he contado de Abelia tienden a aconsejarme que debería tratar de removerla de mí, sobre todo si soy consciente de que nada sucederá.
—Entonces no sabes nada —asegura en voz baja.
Frunzo el ceño y dejo de sacar punta. Su mirada cae en mi hoja, donde he estado esbozando distintos tipos de narices. Siempre me costó dibujarlas, así que una vez a la semana me dedico a practicar.
—¿Narices? ¿Así pasas tus jueves por la tarde? Dios, necesito conseguir más amigos —rezonga Ramón cuando me pilla mirándole las fosas nasales para retratarlas—. Si vas a usarme como modelo recuerda no dibujar lo que se asoma por ella.
—¿No crees que debería buscar una chica disponible para que me guste?
—¿No crees que debería limitarme a aceptarte y no cuestionar lo que pasa por tu cabeza y tu corazón?
Como si fuésemos un espejo, ambos reprimimos una sonrisa.
—Debería haber sabido que si no cuestionas lo mal que me sale dibujar narices mucho menos cuestionarías cosas más profundas, perdón. —Asumir saber lo que los demás piensan está mal, pero estamos demasiado acostumbrados a hacerlo porque generalizamos todo—. A propósito, ¿me dejas copiar la tuya? Ponte de perfil.
Él hace caso.
—¿Hace cuánto que están esos Cheetos ahí abajo, Kassian? —indaga divertido.
—No cuestiones mi cuarto, por favor.
—Solo cuestiono la fecha de caducidad del producto, tu bienestar higiénico, la posible cena de los Ratatouilles que merodean la casa y el grito que dará tu madre. Bajo ninguna circunstancia tu cuarto, campeón.
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Lo que grito para tenerte
Teen FictionCallar trajo problemas y hablar no bastó. Es hora de gritar a los cuatro vientos lo que me susurra el corazón.