37. Kassian

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—No puedo creer que Ramón dijo esas cosas —dice Abelia a mi lado en las gradas, en el gimnasio

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—No puedo creer que Ramón dijo esas cosas —dice Abelia a mi lado en las gradas, en el gimnasio.

Estamos esperando que empiece la clase de educación física.

—Pero lo entiendo —añade.

La miro como si estuviera loca. Tal vez lo está. Reconoce mi incredulidad y acomoda un mechón de su cabello violeta tras su oreja, examinando alrededor para asegurarse que no haya orejas ajenas muy cerca para escuchar.

—Cuando nos enojamos decimos cosas crueles, Kass.

—Él no solo las dijo, las creyó. Las sintió.

—¿Tú nunca sentiste, pensaste o dijiste algo tan horrible como para sentirte avergonzado, asqueado y culpable después?

Niego con la cabeza.

—Pues yo sí. ¿Sabías que lo primero que pensé cuando sospeché del embarazo fue en esa historia que cuentan de cómo algunas chicas abortan introduciendo en sus vaginas las perchas de alambre que usas para colgar la ropa?

Me encogí en mi lugar al imaginar un dolor que ni en toda mi vida podría experimentar.

—Me lo dije en voz alta, lo creí y sentí durante un segundo. Casi al instante comprendí que no podía hacer eso porque no era seguro, pero en ese pequeño lapso de tiempo, se sintió como la única opción que tenía. Tal vez Ramón sigue creyendo que pensar de esa manera es su única alternativa para que las cosas se solucionen, pero cuando se dé cuenta que no y se arrepienta como yo cada vez que recuerdo haber considerado esa clase de aborto, te pedirá perdón. No todos podemos pensar de forma correcta en la situación incorrecta, sino de manera desesperada, y lo desesperado tiende a lastimar.

Pienso en la cantidad de chicas alrededor del mundo que empujan dentro de sí objetos punzantes como agujas de tejer o alambres, corriendo peligro de perforar su útero o intestinos o contraer un infección que podría matarlas. Hago memoria de los rumores sobre que ingieren desde herbicidas a productos de limpieza y algunas sufren el síndrome de shock tóxico. Me estremezco con la posibilidad de consumir drogas no recetadas y lo que debe ser tomar esa decisión sin consultar con un médico, sin saber qué riesgos corres, o al imaginar esas mujeres que se someten a inyecciones vaginales con alcohol y quién sabe qué más.

No siempre supe todas estas cosas. De niño me daba asco escuchar a una chica hablar de su período y creía que el embarazo era algo de lo que las mujeres se encargaban, pero tuve la suerte de encontrar personas que, más que explicarme, me abrieron los ojos y dijeron «Mira, esta es la realidad, ¿sigues pensando igual?».

Si Abelia hubiera decidido abortar por su cuenta, tal vez estaría muerta. Muchas están muertas. ¿Por qué demonios no aprueban de forma universal el aborto legal, seguro y gratuito? ¿Por qué piensan que legalizarlo hará que más mujeres lo practiquen? Abelia es la prueba de que no. Al fin y al cabo, abortos siempre habrá, la cuestión es si quieres encontrar a una mujer muerta en el baño de su casa, con una aguja de tejer ensangrentada en la mano, o la quieres viva en una cama de hospital con todos los cuidados. Si alguien fuera a operarme estoy seguro que me gustaría que fuera un doctor y no yo mismo, pero estas chicas no tienen opción. No las dejan.

—Siento que no hayas tenido a nadie al principio de esto —digo.

Ella me toma la mano y da un apretón, sonriendo de lado. 

—Te tuve a ti después de un tiempo. Créeme que eso ayudó más que nada, y por eso quiero ayudarte ahora. Verte triste me está partiendo el alma, de tener una, claro.

Resoplo divertido, pero al levantar la mirada veo a un grupo de compañeros entrar al gimnasio, entre ellos a Ramón. El profesor les pisa los talones y me vuelvo hacia Amapola.

—¿Qué excusa le darás para no hacer educación física?

Pronto tendrá que decirle a alguna de las autoridades de la escuela, pero dijo que primero quiere hablar con su papá y la madre de Ralph.

—¿Por qué dar excusas cuando puedes decir la verdad? —dice alguien que estaba escuchando entre el grupo que empieza a pasarse una pelota de básquet, donde está Ramón, quien aparta la mirada—. ¡Ya todos sabemos que es una zorra descuidada!

Amapola suelta mi mano. El color se drena de su rostro. El gimnasio se sume en un silencio solo interrumpido por el rebotar de la pelota y mi respiración. Hay decenas de ojos curiosos y llenos de prejuicio sobre la chica a mi lado, entre ellos los confundidos del profesor.

Me pongo de pie. 

—Kassian —advierte Abelia.

Bajo las gradas de una en una, tranquilo, con los ojos puestos en la nuca del chico que acaba de insultarla y me da la espalda mientras se ríe.

—¡Kassian! —repite ella.

No sé cuál debe ser mi expresión facial, pero mis compañeros me abren paso hasta que estoy frente al grupo. Toco el hombro del que está rebotando la pelota —creo que se llama Sam—, porque es de cobarde atacar a otro si está desprevenido.

Cuando se gira, me sonríe con burla. 

Mi puño se estrella por segunda vez en lo que va de la semana en un rostro humano. Mis nudillos arden y quiero lanzar un grito, pero aprieto los dientes mientras el chico se recompone.

El profesor se está acercando a toda velocidad, pero no la suficiente para intervenir el gancho izquierdo que me propina. El golpe es tan fuerte que caigo sobre mi trasero y luego por completo en mi espalda cuando mi agresor se sienta a ahorcadas sobre mí para seguir con la pelea, pero antes de que pueda rematar alguien lo toma del cuello de la camiseta y tira de él hacia atrás.

El chasquido de una bofetada atraviesa el aire y escupo la sangre que brota de mi boca mientras veo a Ramón de pie junto Sam, quien tiene con la mejilla colorada. Deja de sujetarlo por la ropa y da un paso atrás. 

—No tenías que decir nada, cavernícola estúpido —le reprocha Ramón.

El docente debe encargarse de Sam, que quiere contraatacar, y antes de que nos mande a la enfermería y luego con el director, Ramón y yo compartimos una mirada. Ni siquiera tengo fuerzas para decirle lo que pienso de él contando secretos que no le pertenecen, traicionando a gente que sabe que me importa y que debería respetar.

Abelia me toma por debajo de las axilas y casi sin esfuerzo me pone de pie. Es una chica fuerte. Pone una mano en el centro de mi pecho, como si mi corazón fuera a hablar por mí, y luego mira a Ramón.

—Eres una basura —le susurra—. Incluso te estaba defendiendo, pero no te lo mereces.

Lo que grito para tenerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora