CAPÍTULO 8: ¿Lo merezco?

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CAPÍTULO 8: ¿Lo merezco?

Allen

Despertarse al día siguiente fue difícil. Estaba cansado, aún cuando discutir con la familia no debería generar cansancio.

– Vayamos a desayunar – hablé adormilado.

Leah se había acostado conmigo la noche anterior, por lo tanto era normal tenerla a mi lado, pero no estaba del todo seguro en que momento Alec llegó con nosotros.
De todos modos, despertar con mis dos hijos me hizo querer quedarme ahí todo el día. Ellos parecían contentos cuando estaban juntos. Y aunque temía que no se llevaran bien, eso no parecía suceder.

Despertar con ellos dos, aún cuando Alec me había pateado durante toda la noche, me hacía querer dormir así todos los días. Con ellos dos. Con Leah abrazando mi brazo y Alec tirándose encima mío. Aún cuando creía no merecerlo.

Bajamos las escaleras, teniendo cuidado con la lentitud de mi hija y la rapidez que Alec parecía presentar.

– Despacio, hijo – me cansé de repetir.

En la sala, como no, estaban mis hermanos.

– ¿Por qué soy el último en enterase del drama familiar? ¿Es por qué no soy de la familia, traidor?

– Porque eres mi hermano menos favorito.

Lean era mi mejor amigo, pero se había ganado un lugar en aquella familia que teníamos.

– ¿Qué hacen acá tan temprano? – murmuré, sentando a mis hijos en unos taburetes de la barra.

– Vine a desayunar. Tengo que ir a trabajar y no había nada para desayunar en casa. Tengo un agujero en el estomago, muero de hambre.
Rodeé los ojos y saqué comida de la heladera, por su puesto que ellos ya estaban desayunando, pero mis hijos no se iban a comer una hamburguesa a las nueve de la mañana.

– Por cierto, ¿Quién es esta bella señorita?

Como si de una princesa se tratara, toma su pequeña mano y deja un pequeño beso. Leah, encantada, se ríe.

– Hola campeón – murmura, chocando los cinco con mi hijo –. Soy Lean – se dirige a mi hija.

Leah, emocionada, abre los ojos y tira levemente de mi camisa.

–  ¡Se llama como yo!

– Parecido, Leah.

Axel me pasa una taza de café que acepto gustosamente, mientras preparo tostadas para mis niños

– ¿Por qué tu tienes ojos lindos?

– ¡Oh! ¿Eso fue un cumplido, pequeña Leah?

– ¡Si!

– ¡No!

Lean me mira con el ceño fruncido y los brazos cruzados.

– ¿Y tu que te metes? - murmuró Lean.

Chasqueé la lengua y puse unas tostadas frente a mis hijos.

– No quieras engatusar a mi hija – murmuré apuntándole con un dedo.

– ¡Ella fue la que dijo que mis ojos eran encantadores!

– ¡Mi hija no dijo eso!

Chasqueé la lengua nuevamente al escuchar reír a todos. Al menos mis hijos demostraban más interés en su desayuno.

– A mi ni me hablaba. Ni siquiera una sonrisa. Nada – lloriqueó Aarón.

– Yo todavía no hablé con ella – oí susurrar a Axel, que parecía que no sabía lo que era susurrar.

– Es fácil hablar con ella. Solo dale un cumplido.

Rodeé los ojos y me senté al lado de mis hermanos, terminando mi café.

– Tus ojos también son bonitos.

Leah nos sonríe, mostrando todos sus dientecitos y como se le achinan los ojitos, para pronunciar un “gracias”, bajito y vergonzoso, y volver con sus tostadas y su charla incoherente con Alec.

– No te registró… – susurró Aarón.

Nuestro desayuno terminó con un Axel deprimido, un Lean con un poco más de ego y un Aarón divertido.

Suelto un suspiro cuando escucho la clásica musiquita de mi celular anunciando que alguien me llama. Atiendo y, para mi sorpresa, era mi asistente.

– ¿Lucy?

– Buen día, Señor Anderson. Le recuerdo que hoy, dentro de media hora, tiene una cita con el pediatra de su hijo.

– ¿Yo?

– No, su hi…

– Oh, si, lo siento Lucy. Gracias por recordármelo. Nos vemos mañana.

– ¿Era Lucy?

Rodeé los ojos y asentí.

– Deja en paz a mi secretaria – murmuré en modo de advertencia. Lean, por otro lado, solo sonrío. – Me voy, cierren bien cuando se vayan.

– ¿Tenemos que irnos?

– Si, tienen que.

Los próximos quince minutos fueron demasiado caóticos, porque hacer que los niños se cepillaran los dientes, se cambiaran o que simplemente se queden quietos parecía toda una travesía. En todo encontraban un ridículo juego o una absurda conversación para no tener que hacer lo que les pedía. 

– ¿Pueden no complotarse contra papá? Leah, si no te pones esa campera, no vas a venir. Alec, ponte esas zapatillas ya, o te las voy a tener que poner yo, y acordamos que ya no eras un bebé.

– ¡¿Lo escuchan?! ¡Esta peleando con sus hijos de cinco años!

– Leah tiene cuatro, metidos.

– ¿Importa?

– ¡No! – chillo Leah, metiéndose en la conversación y quizá sin entenderla.

– No, cariño – murmuré, ayudándola con los botones de su campera.

Lo que restó de la mañana fue otro caos más. Alec, con su miedo irracional a las vacunas y Leah, que simplemente apoyaba a Alec.

– Hoy no hay vacunas – murmuré, porque sabía que a ninguno le tocaba.

– ¿Lo prometes?

– Lo prometo. Si se portan bien y dejan que el doctor los revise, podemos ir a tomar un helado a la vuelta.

Los festejitos que ellos se montaban eran, sin duda, lo mejor que podía presenciar.

La consulta con el pediatra fue tranquila. Los dos se portaron bien, pero me sentí el hombre más juzgado (y con razón) del planeta.

Leah debía mejorar su alimentación, porque estaba demasiado delgada. Y yo entendía el por qué.

Eran esos momentos los que me recordaban cuan mal padre podía llegar a ser. Y me sentía poco merecedor de ver a mis hijos riéndose y contentos.

Porque si yo no fui bueno con ellos, ¿En serio podía verlos bien y disfrutar de eso? No me sentía capaz.

No lo sabía, creía no merecerlo. Pero estaba seguro que iba a intentar, con todas mis fuerzas, ser el padre que ellos merecían. Uno del que estuvieran orgullosos. Uno que de verdad quisieran tener.

Un Padre, Cinco HijosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora