1.Una nueva habitante en el castillo.

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Corría el año de 1840, yo, Anica Wenzel, cumplí apenas 20 años. Voy en camino al lugar donde me aislarán para que olvide las ideas absurdas de estudiar.

Qué desfachatez, Anica! ¿Estudiar ? Lo único que debes hacer es atender esta casa.

Me parecía aún escuchar a los señores Wenzel repetirme sin cansancio.
En fin, no debería esto ser tan malo. Al menos no oiría esos gritos de mis "padres".

Sumida en mis pensamientos, miraba únicamente mis manos descansando en mi regazo, llevaba finos guantes en ellas, eran de color blanco con tela de encaje a su alrededor. Mis padres habían elegido para mí las ropas más finas, un vestido blanco de alta costura para hacer notar su posición económica y "no quedar en vergüenza con el anfitrión", decían.

En mis oídos retumbaba el sonido del carruaje acercándose a mi destino.
Tras varias horas de camino, una voz interrumpió mi silencio.

-Hemos llegado, señorita. Por favor, sígame.- Me dijo un hombre del servicio al momento que me tendía su mano para ayudarme a bajar.

-De acuerdo, se lo agradezco.- Atendí.

El mismo hombre recogió mis maletas y se dirigió a la entrada.
Yo me quedé casi petrificada, el lugar era inmenso. Era un castillo, pero no como los describen en los cuentos de hadas; era sombrío y helado. Me sentía nada comparándome con la imponente arquitectura del sitio.

Cuando volví a la realidad, tras pensar en todo eso, me apresuré para alcanzar al hombre que me guiaba.
Finalmente entramos, sentí congelarme por el frío aire que permanecía aún dentro.

Estando fuera de allí, creí haberlo visto todo, pero no era así, el exterior del castillo no se comparaba en absoluto con el interior. Había cientos de pasillos y escaleras con acabados impresionantes. Jamás ví algo igual.

Me presentaron a un par de personas del servicio quienes me indicaron cómo llegar a la habitación predispuesta para mí. No entendí mucho, sentía que podría perderme en ese lugar.

El hombre que iba conmigo se dirigió a mí.

-Señorita Wenzel, creo que aquí me despido. Tal parece que el señor no está ahora, por ello no podré presentarles, tengo que retirarme, su padre me ordenó ir de regreso pronto.

-Oh, está bien, no te preocupes, supongo que más tarde lo conoceré, puedes ir. Gracias por todo.- Dije deseando que se quedara y no me dejara allí sola.

Finalmente se retiró y yo me dirigí temerosa a la habitación con mis maletas. Crucé un par de pasillos y logré llegar.

Todo era impresionante. La habitación era enorme y bella. Acomodé mis cosas y decidí mirar por la ventana del cuarto. La altura desde allí hasta el suelo era demasiada, pero a mí no me molestaba, era feliz admirando el paisaje.

Tomé entre mis manos una cadena que colgaba en mi cuello, la encontré cuando era pequeña y jamás la soltaba, sentía que era un amuleto de buena suerte.

-Por favor, que todo salga bien.- Miré el cielo y dije esas palabras aún acariciando la cadena.

Las horas pasaron y la noche estaba por caer, estaba sentada en la cama cuando el sonido de la puerta tocándose me sobresaltó.

-¿Quién?- Dije incorporándome.

-Señorita, en 10 minutos serviremos la cena y el señor Barnett estará aquí.- Una voz respondió del otro lado de la puerta.

-De acuerdo, estaré lista, muchas gracias.- Hablé nerviosa. Cuando se retiró la mujer me acerqué al tocador y traté de acomodar mi cabello, alisé las arrugas de mi vestido blanco y respiré despacio.
-¿Cómo será el señor Barnett, estoy muy curiosa al respecto, mi padre mencionó que tenían negocios juntos así que siempre he pensado que debe tener unos 50 años más o menos.

La hora había llegado, nerviosa salí de la habitación y traté de buscar el comedor, los pasillos me daban escalofríos por la noche.
Caminé y revisé algunas entradas pero no encontraba nada.

Giré en un pasillo aún más obscuro, casi no podía ver nada, entonces choqué...

-¡Oh!- Retrocedí cubriendo mis labios de la impresión. -Lo siento tanto.- Hice una pequeña reverencia al chico con el que tropecé, sin embargo no respondió solo me miró de arriba abajo.
Gracias a una tenue luz podía ver un poco de él quien permanecía recargado en una pared.

Usaba ropa muy fina y de buen gusto, en sus manos portaba guantes negros. Era demasiado apuesto, su cuerpo era atlético lo cuál hacía que su vestimenta luciera realmente atractiva en él, medía aproximadamente 1.85 metros de alto y me causó escalofríos verlo.

-¿Se encuentra bien?- Pregunté al no haber respuesta alguna de su parte, su mirada sobre mí me estaba poniendo ansiosa.
Entonces reaccionó y se acercó a mí, donde yo estaba la luz era mejor, así que finalmente aprecié su rostro con más claridad, de hecho con mucha más claridad de lo que esperaba.

Él caminó hacia mí y repentinamente tomó mi barbilla con una de sus manos, yo retrocedí levemente pero no alcancé a hacer más.

Su mano obligó a mi rostro a mirarlo a los ojos. Sentí temblar. Me miró intensamente y yo le veía asustada.
Sus ojos era casi color jade, su piel era blanca y sus facciones equilibradas.

-¿Quién exactamente eres tú?- Salió de su boca.

Su voz retumbaba en su pecho, casi podía sentirlo debido a la cercanía. Su mirada recorrió mi cara, me perturbó mucho, entonces me decidí y dí un paso firme para alejarme de él. Permaneció con la misma postura y su mano como si aún continuara sosteniendo mi barbilla, me siguió con la mirada y luego de unos segundos bajó su mano.

-Soy Anica, Anica Wenzel.- Dije nerviosa bajando la vista y sosteniendo mis manos. El semblante del joven era serio y distante.
-¿Puedo preguntar quién es usted?- Me animé a decir con la voz y respiración un tanto agitadas.

-¿La asusté?-Dijo aún serio.

No respondí, continuó mirándome.
De nuevo caminó hasta quedar muy cerca de mí.

Esta vez el acercamiento fue mayor, puse mis manos en mi pecho, podía casi sentir mis latidos, su rostro se acercó a mi oído y me susurró con voz grave...

-Hueles muy bien...

El Lúgubre Castillo BarnettDonde viven las historias. Descúbrelo ahora