46 - Azul

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Actualización mañanera, porque al que madruga Sphinx le ayuda.

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Rocío expandió el humo exhalado como si éste se tratara de una nube

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Rocío expandió el humo exhalado como si éste se tratara de una nube. Observé con pena la llama en su cigarrillo.

—¿Desde hace cuándo fumas? —inquirí, evadiendo su mirada.

—No lo sé.

—¿Cómo?

—Podrían ser días, meses, años —divagó con una voz apagada—. No lo sé, Sam.

—No deberías hacerlo.

—¿Acaso eres mi padre para decirme qué hacer?

—Rocío...

—Sam —insistió—. Déjame en paz.

Al verla de reojo, noté su ceño fruncido. Estaba molesta, era obvio.

La brisa sopló el cabello platino de Rocío y ella se recostó en el césped, fijando sus ojos en el cielo nocturno. El olor del cigarro me irritó un poco, mas intenté no volver a quejarme.

El agua del río continuaba fluyendo y la luna se reflejaba en el curso de éste. Del otro lado podía ver las luces de los coches encenderse con potencia hasta apaciguarse sin dejar rastro.

El silencio nos consumía a ambos, ella había terminado de pintar y no teníamos nada más que hacer además de contemplar el cielo nocturno. Me extrañaba su silencio, ya que, Rocío era una persona excesivamente bocona y charlatana.

Sentí mi cuerpo relajarse sobre el césped, hasta que una simple pregunta me sacó de la calma que me absorbía.

—¿Crees que soy basura?

Parpadeé dos veces y miré a Rocío, ¿imaginé que dijo eso? Fue tan repentino que me desconcertó completamente.

—¿Qué? —balbuceé, incapaz de responder mi pregunta.

—Lo que has oído.

—No he podido escuchar.

Ella apretó su mandíbula y sus puños guardaron césped en sus palmas, arrancándolo del suelo. Parecía frustrada.

—¿Soy basura? —murmuró, con una letra de inseguridad.

Exhalé aire por la nariz, pero no fue una risa.

—¿Por qué piensas eso? No lo eres.

—Es lo que dice la gente.

Se formaron arrugas entre mis cejas y me senté más cerca de ella. Me observó desde abajo con un gesto carente de felicidad o tristeza, sumamente impasible.

—¿Quién es «la gente»? —cuestioné, con todo mi rostro compungido.

Me enfadaba que alguien estuviera diciendo eso de Rocío. Por más molesta que me pueda parecer en ocasiones, ella y yo hemos desarrollado amistad.

Se encogió de hombros con indiferencia—: La gente.

La miré directamente a los ojos, pero continuaba sin mostrar alguna emoción clara.

—¿Qué sucede? —volví a interrogar.

—Nada, Sam, no pasa nada.

Esa frase me molestó completamente. Sé lo que significa «nada».

—¿Entonces por qué preguntas eso?, ¿qué es lo que te pasa? ¿Alguien te hizo algo?

Rocío resopló con ligereza y miró el cielo.

—Te he dicho que no pasa nada, lo digo en serio.

Observaba a Rocío con mis cejas alteradas en pena.

—¿Y entonces por qué preguntas eso? —repetí, consumido por preocupación.

—Sólo...

Dejó que sus palabras flotaran en el aire, sin terminar su oración y luego sacudió suavemente su cabeza, como si se negara a hablar.

—¿Sólo?

—Sólo pienso.

—¿En qué?

Ella se sentó sobre el césped e hizo una mueca rara con la boca, arrugando sus comisuras.

—En nada realmente —continuó, con la voz apagada y baja—, pero también en todo. —Levantó sus manos con un toque de histrionismo, como si dramatizara sus palabras—. ¿Alguna vez pensaste demasiado antes de dormir?, ¿te quedaste despierto hasta el amanecer sin poder pegar ojo con todas las palabras que grita tu cabeza?

El pecho me dolió al escucharla. Por un momento, sus ojos celestinos habían perdido toda la chispa que siempre acarreaban, dejando un doloroso vacío. Perseguí su mirada con la mía, mas se negaba a voltear a verme. Se encontraba perdida en el cielo, como si le hablara directamente a éste.

—Es un sentimiento de impotencia —asimiló con la voz resquebrajada—, como si el tsunami estuviera asomando en la costa y tú corres, intentando huir y refugiarte. Pero sabes que en unos instantes te atrapará... y te despedazará el cuerpo. No puedes hacer nada contra ello, y por más que te esfuerces; el final es el mismo.

Continué oyendo a Rocío con atención, lucía perdida, con sus ojos en el mismo abismo y su boca moviéndose de forma errática, casi en un susurro lánguido.

—La gente habla mucho y reflexiona poco —dictaminó, en un tono más grave y certero que el anterior—. Abren su boca sin usar su cerebro y parlotean como loros. —Tomó una pausa prolongada, suspirando con pesadez—. Siempre me he preguntado que, si al final del día, en la cama, piensan en todo lo que han soltado sin pudor y si piensan en las consecuencias de sus insultos y humillaciones. ¿Crees que lo hacen?

Sabía que Rocío no buscaba una respuesta con su pregunta, así que me quedé en silencio, observando su sonrisa, que se mantenía a pesar del dolor de su tono. Alzó sus rodillas y apoyó sus codos en ellas, sosteniendo su cabeza con sus manos y haciendo sus mechos platinados hacia atrás en un agarre descuidado.

—La gente ha dicho muchas cosas sobre mí, Sam, demasiada basura que recordar y en la que pensar en la noche; o de la que huir en el día. —Soltó una carcajada sin energía, como si disfrazara el inminente dolor—. Después de todo lo que han dicho, ya ni siquiera sé que soy. ¿Una zorra?, ¿una imbécil?, ¿una piedra en la que meter el puto pene cuando le dé la puta gana?

—Rocío...

Se giró en mi dirección, con su rostro contorsionado, sus comisuras temblando y su cabello desparramado en su cabeza cual enredadera. Estaba fatal.

—¿Qué? —Su tono sonó quebrado, sin resistencia ni firmeza, ahogando su enojo en un mar de melancolía—. ¿También tienes algo que decir sobre mí?

Puse mi peso sobre mis rodillas y me acerqué a ella, abriendo con un poco de timidez mis brazos con tal de pedirle permiso. Me mostró una sonrisa condescendiente, acompañada de una pequeña carcajada de estupefacción y aceptó mi abrazo, pegando su rostro a mi torso.

—No eres nada de eso, Rocío. —Entrelacé mis dedos en su cabello y lo noté desgastado, como si últimamente lo estuviera lavando con productos de mala calidad—. ¿Por qué te maltratas?

—No me maltrato, pero tarde o temprano uno cree lo que repiten los demás.

—No lo hagas.

Dio un resoplido, cargado de cansancio.

—Es lo que intento.

La escuché soltar unos pocos quejidos hasta que se separó de mí y se limpió el rostro con el dorso de su mano. Contemplé por un rato su expresión destartalada. Rocío era una chica de un rostro muy bonito, con sus facciones limpias y delicadas, pero cada día su semblante se tornaba en uno más descuidado y agotado.

Iba a decir algo, pero Rocío me cortó:

—Deberíamos volver; está oscuro.

Asentí y caminamos con calma hacia la calle, subiendo por el descenso.

Me subí al coche y me senté al lado de Rocío. Pasó dos minutos sin encender el auto, hasta que dio vuelta la llave y el motor soltó un gruñido, hasta iniciar su avance.

Alterné mi vista entre ella y la calle que estaba por delante. Lucía seria, concentrada en el camino y el volante.

—¿Jade... también dice esas cosas de ti?

Rocío me miró de reojo por un segundo sin cambiar su expresión y chasqueó la lengua.

—Jade no es como los demás —dijo—. Puede parecer una idiota, pero no quiere hacerle daño a nadie. Incluso sabiendo que se folla a media Zaragoza, puedo decir que es la persona más inocente que conozco.

—¿Es por eso que te gusta?

Su expresión se aligeró y sonrió con los labios juntos.

—Quizás. Nunca me pareció una mala persona, de todas formas, lamento todos los momentos incómodos por los que te haya hecho pasar, Sam.

—Estoy acostumbrado, no pasa nada.

—¿Acostumbrado a qué? —Se rio—, ¿a las tipas babosas que te quieren llevar al baño de Délicatesse?

—Exacto.

La vi dar pequeños golpes en el volante y su expresión se distendió.

—A ver, dime, ¿cuál ha sido tu experiencia más incómoda con esas chicas? —Sacó tema.

—Ahora no recuerdo todas..., pero me acuerdo de la vez que encontré a Katerine viéndome el culo como si fuera el primero que vio en su vida.

Rocío soltó un ruido rarísimo al contener la risa.

—No es la más incómoda, pero aún me sigue dando gracia. —Me encogí de hombros.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó, lentamente abandonando el color rojo que tuvo su cara segundos atrás.

—Hace unos meses, cuando Katerine y yo no teníamos ningún tipo de relación.

—Sí, sí tenían una relación; la de comeros con los ojos, obviamente.

—Rocío...

—¿Qué? Es la verdad —se defendió.

Liberé un suspiro y apoyé mi codo sobre el espacio de la ventanilla, dejando mi rostro sobre mi mano.

—De todas formas —añadió—, que lance la primera piedra el santo que no te ha visto el culo aunque sea una vez.

La miré con el ceño fruncido y sólo rio. Ahora me siento observado.

Me dejé llevar por el sonido del auto y la nocturna Zaragoza se mostró ante mis ojos con todas sus luces. Cerré mis párpados y el silencio llegó a la conversación cual marrea avanzando.

Aún pensaba en lo que Rocío había dicho, no sabía del todo bien qué era lo que había sucedido. Repentinamente todos esos pensamientos negativos tomaron control de su cabeza y no comprendía cuál fue el detonante.

Antes de que siquiera me percatara, Rocío paró el viaje frente al edificio donde yo residía y me observó con una cara que decía: «¿te bajas?».

Estiré las comisuras de mis labios y me acerqué a ella para saludarla en la mejilla, me miró de manera indiferente y comprendí que ya no quería mi compañía.

—Mándame un mensaje cuando llegues a casa —dije.

Me miró confundida—: ¿Por qué?

Me encogí de hombros y sólo pude responder:

—Cuando alguien te importa, a veces es bueno saber que ese alguien está seguro.

Parpadeó repetidas veces y frunció el ceño, ladeando su cabeza mientras analizaba mi rostro, quizás buscando alguna intención oculta. Mas sólo suspiró y devolvió sus ojos al volante.

—Descansa.

—Igualmente —repliqué, bajándome del auto.

El motor rugió y el auto desapareció de mi campo de vista dirigiéndose al horizonte. Quedó sólo el silencio y el cantar de los insectos. Era la completa soledad.

Cuando entré a casa, me di cuenta que la cena estaba dentro del microondas y Estanislao dejó una nota sobre la mesa indicando que estaría en casa de Eleonora.

Puse música por lo bajo y cené, para luego limpiar un poco la sala. Pasaron cuarenta minutos: Rocío no envió ningún mensaje.

Me refugié en mi cuarto y apagué el sonido de la guitarra de Brian May que despedía el parlante. Miré la cama de dos plazas y sentí libertad cuando recordé que estaría para mí solo: en otras palabras, nada de patadas por la noche.

Senté mi trasero en la silla junto al teclado y practiqué un poco, hasta que mis ojos sintieron un movimiento en la pared. Levanté mi vista y solté un jadeo cuando vi lo que vi:

Una... maldita... y asquerosa... cucaracha.

¡Puto asco le tengo a los insectos!

Di un respingo sobre la silla y me caí hacia atrás al verla. ¡¿Y si vuela?!

De acuerdo... no tengo nada de qué preocuparme ya que las cucarachas no pican —creo—, pero de sólo mirarla mi cuerpo se contrae de asco, ¡ugh!

Díganme cobarde, llorón o maricón, pero me fui corriendo a la cocina al ver semejante tamaño que tenía ese puto bicho.

Suelo dejarle el trabajo de los bichos a Lao, así que encontrar el insecticida fue un trabajo duro, y más difícil fue al ver el desastre que había en el depósito. Por dios.

Finalmente encontré el envase y palpé con mi mano.

Hasta que sentí algo caminar sobre mi piel.

Mis ojos se dirigieron inmediatamente a mi mano y el vómito me vino como cohete cuando vi una mancha oscura dar pequeños pasos en mi dorso.

Sacudí mi mano y me eché hacia atrás, buscando agua con la cual limpiarme. Enjaboné mi mano rápidamente y solté arcadas cuando volví a recordar el sentimiento de la cucaracha caminando por mi mano.

Friendly reminder: limpien todos los días.

Volví a encarar la alacena para buscar el insecticida y comprobé con las vista que no haya ningún bicho desagradable buscando su muerte por medio del veneno. Insectos suicidas.

Regresé a mi cuarto con el envase en mano y sacudí el líquido, para luego lanzar el insecticida hasta la maldita cucaracha desde una distancia prudencial. Curvé mis comisuras cuando el insecto despegó sus patas de la pared y cayó de manera totalmente dramática, como si se tratara de un abismo.

Solté un suspiro de alivio y dejé el pequeño contenedor sobre mi mesa de luz, por si acaso.

Me recosté y miré el techo como si fuera lo único que me importara en la vida. Eso es sinónimo de no tener ni la más pálida idea de qué hacer.

Mi celular vibró —potente— y resoplé, di una vuelta sobre la cama y miré por barra de notificaciones. Era un mensaje de Rocío; llegó a casa.

Dejé un sticker en el chat y volví a mi burbuja de no hacer absolutamente.

Cerré mis ojos. Pensé. Y pensé...

Antes de que me diera cuenta, volví a pensar en Katerine y Bruno como lo hice en la tarde.

Tragué fuertemente mi propia saliva. Ella actuaba normal, mas en ocasiones adoptaba comportamientos inquietos o extraños. Realmente no es algo para extrañarse.

«—Protégela, Sam. Si ella no te habla de lo que siente, no sabes qué tan desolada realmente está».

Katerine siempre ha tenido la costumbre de callarse al preguntarle cómo está, o cómo se siente. Crea una máscara para sí misma que invisibiliza todas sus preocupaciones y miedos, como si se tratara de una barrera. Una barrera que sirve para ocultar lo hueca que está su estabilidad. Haciendo que la tarea de acompañarla sea algo complicado. Pero no sólo eso es típico de Katerine.

Ella cambia de humor, sonríe, patalea, y llora, quizás haciéndolo en menos de una hora. Tiene tics nerviosos. Apenas socializa. Come mal. Y miente.

Fruncí mi ceño, estiré mi boca y volví a dar una vuelta sobre la cama. Pegué mi cara a la almohada y la envolví con mis brazos.

Mi cabeza era un cordón enredado. No había inicio ni final en mis pensamientos, sólo era un montón de preguntas sin concluir y dudas.

Abrí mis párpados con una sensación vacía, nuevamente giré sobre mi cama y devolví mi mirada al techo En ese instante preferí liberar mi mente sobre la almohada y dejar a mis pensamientos morirse en mi consciencia apagada. Ni siquiera la luz de mi cuarto me molestó; estaba agotado.

Sollozo a medianoche [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora