68- Juramento

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En los siguientes minutos, Edward Hyding desenvolvió en un relato todo ese dolor que tenía guardado añejándose en lo más profundo de su alma.

-Empecé a trabajar con la parte científica de InGen hace como treinta años. Sé que no lo parezco por mi juvenil aspecto, pero ya era un investigador de renombre por aquel tiempo, y me obsesionaba la ingeniería genética. Tuve un hijo que estaba interesado en mi misma pasión, y como un iluso, le permití seguirme. Hasta lo acomodé como pude para que trabajase a mi lado, para que mis éxitos fueran los suyos y viceversa- ríe con amargura- debería haberle regalado una pelota de fútbol, en lugar de juegos de química.

"Cuando Hammond se interesó en mí fue como si el sol hubiera decidido brillar sólo sobre mi cabeza. Mi cabeza y la de Henry, mi hijo. Fui escéptico al inicio por lo... Asombroso del proyecto, pero cuando me presentó a su equipo de científicos y sus secuencias genéticas, no pude decir que no. Esa vanidad humana, ¿la has llegado a experimentar? el dar la vida por hecho y creer que tienes el poder en la palma de tus manos. El poder, ese es el problema. El poder puede nublar a cualquiera.

Pasaron los años y Hammond no reparó en gastos, como siempre decía. Trajo a las mentes más brillantes y ambiciosas a la isla Sorna, biólogos, químicos, paleontólogos, y todos juntos gestamos la desextinción. Vivíamos y dormíamos en nuestro hábitat de trabajo, casi no teníamos más contacto que las personas de la isla. Realmente la ciencia era nuestra gran pasión, y todo lo que hicimos lo hicimos con las mejores intenciones, con el propósito de darle al mundo algo que valiera la pena ver, algo que nos permitiera trascender. Y vaya que lo logramos...

a veces pienso que hubiera sido mejor quedarse en el olvido. 

Allá por los ochenta, Hammond hizo acuerdos con nuevos inversionistas, unos del gobierno que ya desde un inicio no nos gustaron ni un poco al grupo científico. Se manejaban con silencios largos y palabras cortas y finalmente los descubrimos como militares. Imaginarás nuestra no muy grata sorpresa al descubrir qué era lo que les interesaba de nuestro proyecto. Armas biológicas, no del tipo tradicional, no  un virus, sino híbridos. Un absoluto delirio, teniendo en cuenta que apenas estábamos empezando a traer devuelta los primeros dinosaurios, y que estos vivían sólo unas horas debido a las deficiencias que mostraba su organismo. Pero Hammond no miró lo que firmó, estaba pasando por un período corto de fondos y tan encantado por su fantasía del parque jurásico que hubiera vendido su alma de necesitarlo. El problema fue que no vendió su alma. Vendió las nuestras.

Éramos cuatro personas las que  llevábamos la investigación adelante, con muchos asistentes y pasantes. Una genetista especializada en paleontología, una bióloga, un bioquímico y yo. El doctor Wu, debe sonarte el nombre, era el bioquímico. Eramos el grupo de mentes más brillantes que hubiera podido juntarse, y una noche, a la luz de esas estrellas que sólo se ven alejados de la civilización, prometimos no ceder a las tentaciones de los inversores, y sólo poner nuestro talento a disposición del bien de la humanidad. Teníamos la idea, tal vez idealista, de poder mejorar la vida de las personas a través de la manipulación genética. Ilusos. Buscábamos la manera de convencernos de que aún podíamos hacer las cosas bien.

Pero todo se fue en picada cuando la genetista se enamoró de uno de los militares. O eso creo yo, ella siempre negó estar enamorada de él. Lo cierto es que comenzó a trabajar con ellos, y poco tiempo después tuvieron un bebé con el que experimentaron. Así de crudo, así de fría tenían la sangre. La doctora Saur no conocía de límites intelectuales y, supe después, tampoco morales. Comenzó a inyectarse los sueros y, como era de imaginarse, todo se salió de control. Las instalaciones de la isla Sorna se destruyeron luego de el incidente en el que murieron ella y sus dos hijos. Wu y la bióloga siguieron trabajando bajo el ala de Hammond, que ya recuperado económicamente, se desvinculó de los militares y tapó todo el desastre. Yo dije basta, y obligué a mi hijo Henry a hacer lo mismo. Ya bastante culpa tenía en mi conciencia por no haber detenido a Dina, que había sido mi amiga, de relacionarse con esos perversos. Pero Henry siempre fue mejor que yo. Un día llegó a mi casa, decidido a eliminar las pesadillas de su mente para siempre. Me dijo que iba a denunciar a Hammond, a Wu, a nosotros mismos incluso si hacía falta, porque era lo correcto. Porque no podía dejar semejante poder en manos de señores de la guerra. Juro que intenté detenerlo, pero era terco, igual que yo. Me dijo que todo iba a estar bien y que íbamos a ser finalmente libres. 

Jurassic World (Dinosaurios&Tú)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora