24- Contratiempos insospechados

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¡Atención!

El presente capítulo contiene escenas que pueden herir la sensibilidad de algunas personas.

***

Me lleva incontables minutos apartar los ojos del cuerpo exánime de la señora Lace. Es lo que he demorado en constatar que su pecho ya no se mueve.

«Una menos...», se pronuncia mi yo mental, algo decepcionado porque hemos perdido a una de las víctimas con la que nos divertíamos, pero feliz porque al fin le hemos dado su merecido a la primera, de todas aquellos malditos a los que tenemos tanto qué cobrarles. 

—¿Está...? 

El sonido estrangulado que es la voz de Mario Petraglia no termina de formular la pregunta. Creo que no se anima a indagar si su amante ha muerto ya, o no. Quizá se deba al pánico que debe estar creciendo a ritmo acelerado dentro de él, al saberse el próximo en mi lista.

Un pronunciado asentimiento con la cabeza, es toda la respuesta que recibe de mí. 

—Voy a necesitar el auto... —considero de viva voz, luego de meditar en lo que procede hacer con la mujer que exhaló su último suspiro hace... lo que parece una eternidad.

Un quejido, como un lamento difuso, escapa del imbécil al otro lado de la mesa; esto hace que mire en su dirección y lo descubra con una mano sobre la boca, en un estúpido e inútil intento por contener la congoja que lo estremece. Me pregunto si realmente sentía algo por la vieja, o si solo lo puso así el saber que, por ahora, solo figura él en mi lista de entretenciones futuras.

—¡Bien! —exclamo, dando una palmada al aire y provocando un sobresalto al afligido idiota—. Hay que hacer esto de una puta vez, antes de que la maldita termine de pudrirse y no podamos deshacernos de la jodida peste que va a emanar.

A paso rápido, subo la escalera para ir por todo lo que voy a necesitar.


No me entusiasma ni un poco tener que tocarla. Y es que el panorama que me brinda el cuerpo —de quien alguna vez fue la arrogante cuñada de mi madre—, me causa repulsión. Tanto así, que por un momento contemplé la posibilidad de quemarlo completamente con el soplete, para que el fuego "mate" las bacterias que, no dudo, pululan en cada herida que le provoqué. 

—¡Qué asco! —me quejo, luego de dar una vuelta a su alrededor y no hallar por dónde levantarla sin tener demasiado contacto con esas ampollas purulentas que dejaron las quemaduras.

Le echo una corta mirada al compungido Mario. Si la cadena que lo sujeta a la mesa no fuera tan corta, podría obligarlo a ser quien haga tan desagradable trabajo. 

Resignado, tomo una de las bolsas que dejé sobre la mesa y meto los brazos hasta alcanzar el fondo; es la única manera que se me ocurrió para empaquetar el cadáver sin rozar la piel —o lo que queda de ella, para ser sincero—. Entonces, asiendo los hombros con tanta firmeza como me es posible a través del resbaladizo material, elevo el torso y desenrollo el plástico sobre él. Repito la operación, pero esta vez, para cubrir las piernas. Después, aseguro las uniones con abundante cinta para embalar.

Al terminar, me alejo unos pasos hacia atrás y me quedo viendo el bulto. 

 —¿Qué vas a hacer con ella? —indaga con voz quebrada el imbécil, que se había mantenidocallado durante toda mi faena sobre el cadáver. Una sonrisa malvada se dibuja en mis labios.

—Se la voy a devolver al marido —contesto, sin molestarme en mirarlo.

Solo por asegurarme de que no volverán a pegarse "partes" de mi difunta tía en mí, pongo una segunda capa de bolsas sobre su cuerpo y, recién entonces, me la echo al hombro, cargándola así escaleras arriba para ir a meterla en el maletero del coche.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora