20- Confrontados

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"Confiar ciegamente es, sin dudas, el peor flagelo al que uno suele someterse a sí mismo", solía decir mi padre. Nada más acertado para demostrar la veracidad de sus palabras, que el hecho de que Mario Petraglia no se asegurara de que yo cumpliría con mi palabra de no lastimar a su familia si, a cambio, hacía cualquier cosa que le pidiera. ¡Qué imbécil!

El infeliz ni siquiera preguntó por ellos cuando lo saqué del maletero de su auto para encerrarlo en el del coche que alguna vez fue de mi familia. Si lo hubiese hecho, tal vez le habría contado que su mujer y su querido hijito ya no gastaban oxígeno en este mundo. Supongo que, su mayor —si no su única— preocupación, es la suerte que le tocará correr a él mismo.

Las luces de la sala-comedor están encendidas, lo que me dice que las muchachas aún siguen levantadas, a pesar de que pasa bastante de las dos de la madrugada. Detengo el vehículo delante de la puerta del sótano y voy hacia la casa.

—Solo vine a confirmarles que ya llegué. Ahora váyanse a dormir, las dos —bromeo, más para quitarme de encima la molesta sensación que me causa la mirada inquisidora de Elena, que por ganas de intentar pasar por simpático.

Victoria no demora en hacer caso a mi pedido; tal vez, porque tiene presente que no la quiero metida al medio en mis asuntos. En cambio, mi hermana... ¡Uf! Tiene cara de estar a punto de soltarme una retahíla de protestas.

—Tengo que atender algo en el sótano —me apuro a decir, esperanzado en que eso me salve del berrinche que me veo venir.

—Tienes que conseguirme un teléfono —suelta de pronto. El pedido no me suena descabellado, pero espero a que me dé las razones por las que lo quiere—. Si pretendes que te avise cuando tu amiga... —alega, señalando con el pulgar hacia atrás para indicar que se refiere a la rubia que acaba de irse—, ya sabes: cuando se le ocurra entrar en labor de parto...

—¿Pasó algo mientras estuve ausente? —interrumpo, un tanto preocupado. Elena niega con la cabeza.

—No pasó nada —reafirma—. No, todavía. Pero, ¿qué tal si pasa cuando no estás aquí? ¿Cómo hago para hacerte saber que necesito que regreses? No puedo usar mi teléfono, ¡ni siquiera para pedir una ambulancia que la lleve al hospital! Y yo no voy a poder ayudarla a tener al bebé, sola.

—Mañana mismo te consigo uno —la tranquilizo, consciente de que tiene razón en todo lo que acaba de exponer.

—Prometo que solo lo usaré en caso de emergencia —dice, tras soltar un suspiro aliviado. Le sonrío.

—Sé que así será. Ahora, ve a acostarte.

Elena se aproxima y me abraza; deja un beso en mi mejilla, me desea buena noche y se va a su cuarto. Aprovecho la soledad para ir a la cocina por un poco de agua. He tenido a la bruja de mi tía todo el día descuidada y no es mi intención matarla de sed, de momento al menos.


Evangelina protege sus ojos con una mano en cuanto enciendo la lámpara; supongo que le debe molestar la luz, después de pasar todo un día rodeada de oscuridad. Me resulta divertido ver a la orgullosa y aristocrática señora Lace con la ropa sucia, los cabellos enmarañados, y unas ojeras bien marcadas bajo sus ojos azules.

—¿Cuánto más me tendrás aquí? —pregunta. Ante mi falta de respuesta, en vano trata de lograr que entre en razón y la deje marcharse—. Esto no va a solucionar nada, Darien. Tus padres no van a revivir porque me mantengas encerrada aquí. Pero, tú puedes comenzar una vida nueva, lejos, con tu hermana. Yo podría ayudarte para que...

Levanto una mano y se calla de inmediato, pero no lo hace como un favor. La furia que destella en mis ojos debe haberle dejado claro que estaba errando el camino, que no era prometiendo cosas que —seguramente— no tiene en mente cumplir después, como conseguiría su libertad. La maldita vieja es astuta, pero yo lo soy aún más.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora