15- Juntos otra vez

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La larga espera se me está volviendo un jodido martirio. Me desespera no saber qué pasa allí dentro, en casa de los Lace, de donde mi hermana se está demorando en salir, más de lo que supuse que tardaría. 

«Te advertí que esto era una pésima idea. Pero, a ti te encanta no hacer caso a mis sugerencias, ¿cierto? —comenta la versión mental de mí mismo, con su habitual tono de burla—. El día menos pensado, vas a  conseguir que te encierren otra vez, nada más que por no fiarte de mis consejos.» 

—¡Cierra el puto hocico! —demando, con ira y fastidio. En verdad me está hartando su cantinela; no ha parado de parlotear en todo el tiempo que llevamos aquí escondidos.

Por supuesto, él no tiene la más mínima intención de llamarse a silencio.

«Elenita va a cagarla... Elenita va a mandarnos al hoyo de nuevo... Elenita, Elenita, Elenita...», canturrea, al ritmo de un son que me crispa los nervios y acrecienta mis ganas de coserle la boca para que se calle de una condenada vez.

—Al final, acabarás siendo tú quien provoque que yo mismo nos delate —mascullo entre dientes y con tono de amenaza—. Si no me dejas en paz un rato, comenzaré a gritar hasta que vengan por nosotros para encerrarnos. 

Una sombra moviéndose junto al auto de Egidio capta mi atención y la discusión con el idiota en mi cabeza se queda en pausa. No es el viejo, tampoco su estúpida mujer, y la empleada hace un par de horas que se fue; solo queda una personita que puede andar merodeando por la cochera.

«¡Maldita mocosa del infierno! —exclama, admirado, el otro Darien—. ¡Lo hizo! La muy cabrona se animó a huir de casa... Estaba convencido de que no tendría las agallas.»

Tengo que esforzarme por contener la carcajada, que acaba haciendo eco en mi pecho y me deja a nada de ahogarme en un ataque de tos. ¡Por fin le gano una apuesta al señor sabelotodo!

Sin mirar atrás ni una sola vez, Elena cruza la calle a paso rápido. La tomo del brazo en cuanto la tengo a mi alcance y la obligo a meterse también detrás del arbusto. Ambos nos quedamos con los ojos fijos en la casa de enfrente por incontables segundos, escudriñando por si se percibe algún movimiento que delate que descubrieron su fuga.

No pasa. Nada pasa en los siguientes cinco minutos que permanecemos callados, uno al lado del otro. 

 —Les dije que cenaría en mi habitación porque tenía que estudiar para un examen —me cuenta en susurros; su voz suena casi divertida, lo que me lleva a pensar que no es la primera vez que los engaña—. No van a subir a interrumpirme. Están acostumbrados a que me aísle cada vez que tengo mucha tarea.

«¡Pequeña ladina!», le dedica el que hasta hace pocos minutos atrás la acusaba de ser quien nos delataría. La risa que le sigue a sus palabras hace que me brote una enorme sonrisa.

—Hora de irnos —murmuro, haciendo una seña con la mano para indicarle que me siga. Elena obedece sin cuestionamientos.


Casi no hablamos, en todo el camino hasta el callejón donde dejé escondido el auto de nuestro padre. Al verlo, me mira con estupor. Da un recorrido alrededor del coche; la expresión en su cara es la de quien está recordando momentos que remueven las emociones. De pronto, clava sus hermosos ojitos en mí.

—Estuviste en casa... —dice con voz temblorosa. No es pregunta.

—Necesitaba recuperar algunas cosas —me justifico, tratando de disimular lo mucho que me ha afectado que se refiriera a nuestro antiguo hogar como si aún sintiera que pertenecemos allí, y no a cualquier otra parte.

Espejos rotos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora