Egidio lleva casi tres días agonizando; el muy imbécil parece estar empecinado en sobrevivir a la tortura que le infringí. No va a lograrlo, por supuesto. La falta de atención en sus heridas acabará provocándole un tipo de infección similar al que mató a su mujer y tendrá el mismo fin que la vieja arpía, tarde o temprano.
La fiebre que lo devora y le calcina los sesos, lo sume de a ratos en una especie de duermevela poblada de murmuraciones incoherentes, en las que a veces llama a Evangelina, o le habla a Elena como si le estuviera contando viejas historias; hasta ha mencionado a mi madre en una que otra ocasión.
—¿Realmente es necesario ser tan inhumano? —indaga Mario por lo bajo, como si su socio estuviera en condiciones de entender algo de lo que se dice y no quisiera que sepa que aboga porque lo mate de una bendita vez—. ¿No ha sufrido ya lo suficiente? ¿Por qué no le pones fin a su agonía?
—Si hubieses pasado por lo que me tocó, no estarías preguntando esas estupideces. No tienes ni puta idea de todo el daño que me causaron —respondo sin quitar los ojos del idiota de mi tío, que parece dormir profundamente—. Si yo hubiese muerto en aquel incendio que destruyó el manicomio, ustedes habrían seguido con sus vidas de lo más tranquilos, sin sentir el más mínimo remordimiento; sin pensar jamás en la cantidad de vidas que destrozaron. ¿Por qué debería obsequiarles un poco de humanidad, cuando no la tuvieron para mí?
Giro hacia donde está parado y nos quedamos viendo mutuamente; él parece estar analizando lo que acaba de escuchar.
—Si pensaste que fue por bondad que evité que eso te mate —digo, señalando su mejilla con un dedo—, déjame contarte lo equivocado que estás: no fue por eso; tengo mejores planes para ti, que el permitirte morir.
Una sombra de confusión le empaña la mirada; o tal vez fuera de miedo, no estoy seguro. Me da igual lo que quiera que sea, que mantiene su ceño fruncido mientras me ve con expectación, como si esperara que ahonde en explicaciones que no voy a darle.
—Volveré más tarde —anuncio, dirigiéndome hacia la escalera para abandonar el sótano—. A ver si a este viejo de mierda se le da por morirse para entonces...
Elena ha estado de un humor extraño desde que vio las noticias, hace dos noches atrás. No dejo de maldecir el momento en que se me ocurrió pedirle que encienda el televisor; si yo no hubiese cometido esa idiotez, ella no andaría ahora como alma en pena, esforzándose por disimular su tristeza cada vez que pregunto qué le pasa.
«Necesito encontrar el modo de distraerla...», pienso en tanto la observo desde lejos.
Está sentada en el auto de nuestro padre, con la puerta del copiloto abierta, los pies fuera y la cabeza apoyada contra el borde de la carrocería. Sus pensamientos deben haberla transportado lejos, porque no percibe mi presencia hasta que me acerco y me acuclillo delante de ella.
—Cuando estés lista para hablar de lo que te tiene así, estaré aquí para escucharte —le digo, solo para reafirmarle lo que ya sabe.
Suspira y amaga a hablar, pero le lleva unos minutos decidirse a hacerlo.
—No consigo dejar de preguntarme cómo serían ahora nuestras vidas si no hubiese pasado... "aquello" —cuenta al fin con un hilo de voz temblorosa—. Trato de imaginar cómo sería Isaías, pero...
—A mí también me pasa —confieso—. Se me hace muy difícil imaginar como sería ahora, con los once años que tendría hoy. Tampoco puedo imaginar a mamá y papá de otro modo que no sea como los vi la última vez, vivos todavía.
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Espejos rotos ©
General FictionLa verdad tiene muchas caras. Tantas, como personas hay involucradas en ella. Advertencia: La presente historia contiene material que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Se prohíbe la copia y/o reproducción de esta obra en su totalidad...